En una de las pequeñas libretas en que apuntaba ocurrencias de todo tipo –y cuyo contenido saldrá próximamente a la luz– Juan Marsé recuerda un episodio de su infancia. Sería por los primeros años 40, un día de verano. “En el patio trasero de la casa de la abuela Consol, en l’Arboç –cuenta Marsé–, maté un gorrión con una escopeta de balines, a menos de dos metros. El gorrión picoteaba algo en el suelo, de perfil, y le disparé dos veces, porque, a la primera, aunque le di, no se cayó. Entre el primer disparo y el segundo, mientras rendía la cabeza, el gorrión me miró con su ojito redondo, velado ya por la muerte. Esa mirada me acompañará el resto de mi vida”.
Marsé escribe esto al menos sesenta años después de haber ocurrido. Pero el sentimiento de culpa, el remordimiento, sigue allí, intacto.
El episodio me trajo a la memoria ese otro que evocaba Rafael Sánchez Ferlosio en la entrevista que le hice a comienzos de 2015 y que se publicó en esta misma revista. Hablando del remordimiento, me decía Ferlosio: “Uno carga con él durante años, a veces durante toda la vida. Da lo mismo que se trate de una falta involuntaria. Hace mucho, los albañiles tuvieron que entrar en mi casa de Coria a hacer una obra. En el hueco de la escalera había un nido de golondrinas, y era de esperar que las asustáramos con tanto ajetreo. Yo quise saber si en el nido había huevos y metí la mano en él. Había cuatro huevos, calientes aún cuando los agarré. Justo en ese momento llegó la golondrina y al verme se dio la vuelta, espantada. Yo me quedé con los cuatro huevos en la mano, sabiendo que la golondrina no iba a volver a incubarlos. Haber hecho eso, recuerdo, me atormentó durante muchísimo tiempo”.
Antes de referir esta anécdota, Ferlosio había citado uno de sus pecios, titulado “A un Dios perdonador”. El pecio en cuestión reza así: “¡Pero qué puedes saber tú de los pecados de los hombres ni del remordimiento, necio!”. Y delante de mí Ferlosio lo glosaba exclamando a su vez: “¡Como si el perdón de Dios pudiera aliviar a los hombres de su remordimiento! Y es que éste es mucho más imborrable que sus pecados”.
¿Se acuerdan de aquel poema temprano de Borges, “Casi juicio final”? Entre sus versos se cuentan estos dos, inolvidables: “El recuerdo de una antigua vileza vuelve a mi corazón. / Como el caballo muerto que la marea inflige en la playa, vuelve a mi corazón”.
El recuerdo de una antigua vileza.
Hablando del remordimiento, me decía ferlosio: “Uno carga con él durante años, a veces durante toda la vida. Da lo mismo que se trate de una falta involuntaria”
Lo he contado en alguna otra ocasión, ya no sé si en este mismo lugar. Fue una de las últimas veces que visité a Nicanor Parra, sería por el año 2013, estaba él a punto de cumplir los cien años de edad. Era en Las Cruces, frente al Pacífico, una mañana muy soleada. Estábamos invitados a comer a la casa de Morgana Rodríguez y mientras ella andaba ocupada con los preparativos Parra y yo nos quedamos hablando en el exterior. Él se puso a recordar sus años en el Internado Nacional Barros Arana, en el que ingresó gracias a una beca que le procuró la Liga de Estudiantes Pobres. Parra me hablaba con devoción del hombre que allí dentro lo ayudó y le abrió camino, y por el que conservaba una enorme gratitud. Más adelante, siendo él mismo profesor en la Universidad, Parra tuvo entre sus alumnos, al parecer, a la hija de ese hombre, que le hizo un mal examen y a la que suspendió. Algo así era, no lo recuerdo con detalle. Lo que sí recuerdo son los ojos de Nicanor arrasados en lágrimas, con la mirada hacia dentro, y él exclamándose, mientras recordaba su rigor y su soberbia juveniles: “¡Era la hija del hombre al que yo debía todo, y la suspendí! ¡La suspendí!”.
Habían pasado más de setenta años.
–Pero, Nicanor, ¿todavía duele? –recuerdo haberle preguntado, con emoción y asombro.
Como si el tiempo pudiera aliviar a los hombres de su remordimiento.
“Año nuevo, vida nueva”, suele decirse por estas fechas.
Qué más quisiéramos.
Y para qué.