Debolsillo prepara el lanzamiento, esta primavera, del Diario completo de André Gide: cuatro volúmenes en los que he tenido la suerte de colaborar. Son muchas las consideraciones a que da lugar este valioso documento sobre una personalidad –la de Gide– pendiente de ser convenientemente reevaluada. Pero hoy vengo a fijarme en una anotación muy particular, recogida entre las “hojas sueltas” que complementan las entradas de diario del año 1911. Se trata de una de tantas anotaciones en que la fina inteligencia de Gide para las cuestiones literarias acierta a formular una idea muy aprovechable. Dado su interés, me permito citarla y glosarla con algún detalle.
Gide está leyendo The History of Mr. Polly, una novela cómica de H. G. Wells publicada en 1910, y a este propósito apunta: “A las famosas ‘tres unidades’ yo añadiría gustosamente una cuarta: la unidad del espectador. Implicaría que es importante que, en una obra de teatro o un libro, la creación poética se dirija, desde el principio hasta el fin, al mismo lector o público […] La mente de Wells es muy ingeniosa; tiene la habilidad de interesarnos abriendo ante nosotros perspectivas imprevistas; ya no hace falta elogiarle. Pero si hoy se dirige a nosotros, ¿por qué no se dirige a nosotros siempre? Ahora le escucha un público demasiado numeroso, que él ha sabido reclutar en todos los países y entre todas las clases sociales, y resulta que se dirige alternativamente a personas demasiado diferentes. En este libro hay páginas que sólo pueden entretener a los niños, a gente sin experiencia; otras páginas son para gustar a los viejos entendidos como nosotros, pero que aquellos otros rechazarán; y finalmente hay otras que parece que no diviertan a nadie más que a él mismo o a alguien igual que él; ni los niños ni yo le seguimos ya. A veces me dan ganas de tirarle de la manga: ‘¡Monsieur Wells! ¡Que se olvida de nosotros! Y fue con nosotros con quien usted empezó su historia; no lo dude, nosotros éramos su mejor público’”.
Anotada hace más de un siglo, la observación incide en una cuestión importantísima: la fragmentación y desarticulación del público a consecuencia de la ampliación del mismo inducida por el desarrollo de la cultura de masas.
Llegó el momento en que la categoría de público se fue disolviendo en la de mercado, mucho más difusa. El escritor dejó de tener claro a quién se dirigía
En términos muy generales, hasta la segunda mitad del siglo XX el escritor, de la especie que fuera, solía dirigirse a un público más o menos prefigurable. A la hora de ponerse a escribir, a un autor le cabía imaginar el tipo de lector al que estaban destinados sus libros. La relación del escritor con su público era hasta cierto punto connatural. Se puede decir que venía dada, y el éxito, cuando llegaba, confirmaba su mutuo entendimiento. Era precisamente ese entendimiento el que permitía al escritor según qué licencias afortunadas, realizadas con la confianza de que iban a ser toleradas y comprendidas. El altísimo nivel de la narrativa europea y sobre todo anglosajona posterior a lo que se entiende por Modernism tiene que ver sin duda con la complicidad con que autores y lectores asumían los logros del mismo, pero también sus supuestos.
Llegó el momento, sin embargo, en que la categoría de público se fue disolviendo en la de mercado, mucho más difusa. El escritor dejó de tener claro a quién se dirigía. Y a medida que se afanaba por alcanzar ciertas cotas de éxito, se fue viendo tentado a seducir a distintos tipos de lectores.
De esto último es de lo que se queja Gide, poniendo en juego ese concepto de “unidad de espectador”. El término “espectador”, que emplea en lugar del de “lector”, permite extender el concepto al ámbito cinematográfico y televisivo, donde es mucho más común la experiencia de una película o una serie cuyos alcances malogra el deseo de complacer simultáneamente diversos estratos de público. En las series, para las que suelen trabajar equipos enteros de guionistas, esto mismo suele ser flagrante.
Aunque, como las viejas unidades (de tiempo, de lugar, de acción), puede que también la unidad del espectador estuviera llamada a ser rota y superada, y sea precisamente ese polimorfismo que Gide afea a Wells una de esas marcas del presente preñadas de futuro.