Diminutivos
El corrector ortográfico de Gmail no reconoce los diminutivos y me los señala cada vez que me propongo mandar un correo. Supongo que habrá alguna manera de configurarlo y darle la instrucción de que los consienta, pero hasta el momento no he conseguido hacerlo. Lo mismo da, no suelo emplear muchos diminutivos en mis cartas, como tampoco en mis textos. Y eso que, si cabe decirlo así, siento por ellos –por los diminutivos– no sólo cierta simpatía y afición sino también verdadero interés.
Meses atrás, a propósito de Cara de pan, la penúltima novela de Sara Mesa, que hace un uso estratégico y bastante eficaz de ellos, se me ocurrió escribir lo siguiente: “Qué raros son los diminutivos en la prosa literaria española, y qué difíciles de emplear, como no sea en contextos de infantilismo, de parodia o de impostada cursilería. Y sin embargo el diminutivo es un uso recurrente en los lenguajes íntimos de los adultos, ya sean familiares o amorosos, y su relativa proscripción de la prosa literaria puede servir para denunciar cuánto de ese impudor que de un tiempo a esta parte ostentan algunos narradores españoles se vierte en una lengua sin embargo pudorosa, estilísticamente recatada, cuidadosa de no incurrir en eso mismo: en cursilerías, en intimidades susceptibles de ridículo, en los idiolectos de la privacidad”.
El empleo de los diminutivos parece incompatible, salvo excepciones, con lo que cabe entender por decoro literario, un concepto que ha conocido toda suerte de subversiones
Me ciño en este apunte a la prosa literaria y a los narradores o narradoras, no importa ahora de qué país (aunque algunas modalidades del español popular, por ejemplo la peruana, son más proclives que otras al diminutivo). Pero lo mismo podría decirse de la lengua poética, tanto en el idioma español como en cualquier otro de los europeos. El problema se me antoja que es general: el empleo de los diminutivos parece incompatible, salvo en muy excepcionales contextos, con lo que cabe entender por decoro literario. En el transcurso de los dos últimos siglos, este concepto –el de “decoro literario”– ha conocido toda suerte de subversiones, sobre todo en lo relativo tanto a la expresión de la intimidad como de la sentimentalidad. La lengua literaria ha dado cabida a palabrotas y ordinarieces de la más varia ralea, ha desinhibido el vocabulario relativo al sexo y a la escatología, ha convertido en moneda corriente la procacidad, la obscenidad, la desvergüenza. Pero se me antoja que sigue existiendo todo un territorio pendiente de ser literariamente explotado fuera del amparo de la ironía o de la condescendencia: precisamente aquel en el que los diminutivos son moneda corriente.
Se me ocurría pensar en esto al releer no hace mucho el delicioso Diario para Eliza de Lawrence Sterne (publicado años atrás por Igitur, 2002, en traducción de Pep Verger). Casi al final de su vida, cuando contaba 55 años de edad, Sterne, muy enfermo ya de tuberculosis, y precozmente envejecido, se enamora perdidamente de la joven Elizabeth Draper, de veintidós años, que está a punto de viajar a Bombay para reunirse con su marido, un oficial de la Compañía de las Indias Orientales. En las cartas que Sterne le dirige emerge una sentimentalidad que es ya plenamente contemporánea –burguesa, si se quiere– pero que aún no está atravesada por el patetismo romántico. Faltan siete años para que se publique el Werther de Goethe, que barrería con todo asomo de trivialidad amorosa, y el corazón enamoradizo del pobre Sterne no teme el ridículo de sus efervescencias, que proclama con convicción y ternura conmovedoras.
“Todas las cartas de amor son ridículas”, sentenciaría muchos años después Fernando Pessoa. “No serían cartas de amor si no fuesen ridículas.”
El reto consistiría entonces en dar carta de naturaleza al ridículo sin incurrir ni en la cursilería ni en el kitsch, los cuales no dejan de ser malentendidos: el fracaso de una intención que adopta estrategias equivocadas.
El mismo Pessoa señala un camino en sus preciosas cartas a Ofelia Queiroz, su “querido y pequeño bebé”, a la que escribe cosas como: “me parece que hoy la llamaré por teléfono, y me gustaría darle un beso en la boca, con exactitud y glotonería y comerle la boca y comer los besitos que tuviera escondidos… y esto parece imposible que lo haya escrito un ente humano, pero está escrito por mí, Fernando”.
Así.