Una de las ventajas de envejecer es observar cómo se resuelven con toda naturalidad lo que a uno se le antojaban enigmas. Se me ocurre decir esto al recordar la extrañeza –y la impaciencia– que me producían, cuando era niño, según qué conversaciones.
Verán, yo me crie en un piso bastante elevado, un noveno, al que se llegaba con un ascensor desesperantemente lento. Pese a ser tan lento, y además achacoso, el ascensor, cuando no averiado, estaba todo el día en funcionamiento. Era bastante probable que, mientras se lo esperaba, se reunieran, para usarlo, dos o más vecinos. Y entonces, durante la espera del ascensor, y a continuación, mientras nos hallábamos dentro de él dos, tres y hasta cuatro vecinos, los cuerpos casi pegados, los rostros –los alientos– a sólo unos pocos palmos de distancia, el espejo escenificando esa violenta, indeseada intimidad; entonces, digo, comenzaba a hilvanarse –casi como un ritual, sin apenas alteraciones, sólo las que prescribían las variables meteorológicas– el siguiente intercambio de preguntas y respuestas:
–Vaya tiempo, ¿no?
–Sí, y parece que va a durar.
–Este año el invierno no acaba de irse.
–Así es, para que luego llegue el calor de golpe.
–Y entonces todos a quejarnos de lo contrario, ¿verdad?
–Siempre es igual. Por lo menos, hoy he cogido el paraguas.
–Yo, basta que lo coja, para que deje de llover.
–A lo mejor por eso mismo hay que cogerlo.
–Pues también es verdad.
–En mi caso, no falla.
–Vale, yo me bajo aquí, que pasen ustedes una buena tarde.
–Lo mismo digo, y recuerdos a su señora.
Si el trayecto tenía lugar de buena mañana, y era de bajada, para salir a la calle, a la contrariedad que suponía que a medio trayecto el ascensor se detuviera y se subiera un vecino, se sumaba el desagrado de los rostros aún abotargados por el sueño, las cabezas recién peinadas, el ambiente invadido por el intenso olor a colonia o a loción de afeitado. El guion entonces era distinto. Ahora era el protagonista era el sueño.
–¿Qué? ¿Cómo se ha dormido?
–Uf… Regular, como siempre. Con este calor…
–Pues yo hoy me he despertado como nuevo. No sé qué me ha pasado pero he dormido como un tronco.
–Qué suerte, yo hace tiempo que con dormir cuatro o cinco horas, ya me doy por contento.
–Hombre, si se duermen a fondo, en profundidad, a veces bastan. Al menos a mí me bastan.
–Sí, por supuesto, pero el problema es despertarse a cada rato. Que si el calor, que si un ruido… Lo que yo llamo sueño de perros, siempre con una oreja levantada.
–La edad, que no perdona.
–Eso digo yo, la edad.
–Bueno, ya estamos, pues que pase usted un buen día.
–Lo mismo digo, y hasta pronto.
–Hasta pronto.
Durante años, para mi consternación, diálogos como éstos se repitieron implacablemente, día tras día, de manera formularia; no parecía haber otra alternativa, como no se diera la circunstancia de que uno de los vecinos apareciera accidentado, o se hubiera afeitado la barba, o teñido el pelo, o llevara un perro, o portara algún objeto estrambótico…
Quién me iba a decir entonces –tenía yo doce, diecisiete, veintiún años– que esos dos asuntos –cómo ha dormido uno y qué tiempo hace– iban a acaparar tanto interés para mí. Que iban a convertirse, junto al de la salud propia y ajena, en asuntos de una importancia máxima, prioritaria. Que se trataba de informaciones decisivas a la hora de afrontar o de calibrar una jornada, de establecer afinidades. Que no eran en absoluto simples fórmulas convencionales con las que salirse del aprieto, sino temas dignos de la mayor atención, y los únicos susceptibles de ser más o menos despachados en unos pocos minutos.
Al frente de un libro realmente estupendo, aunque poco recordado, Robinson o la imitación del libro (1985), el crítico Rafael Conte –qué hombre tan simpático– antepuso un epígrafe formidable, lleno de sonriente ambigüedad: “Este libro trata del tiempo que hace”.
De eso trata la vida misma, para quien sepa leer entre líneas.
De ahí la sabiduría que retrospectivamente destilan, al menos para mí, aquellas conversaciones de ascensor.