Preguntado en 2008 –es decir, bastante antes de recibir el Nobel, en 2017– por el modo en que la actividad más pública de la vida de un escritor (giras de promoción, entrevistas) termina afectando a su escritura, respondía Kazuo Ishiguro: “Afecta a tu escritura de dos formas obvias. Una es que ocupa un tercio de tu vida laboral. La otra es que pasas gran parte de tu tiempo siendo interrogado por gente a menudo muy inteligente. ¿Por qué siempre hay un gato de tres patas en tus libros, o qué es esa obsesión con el pastel de carne? Gran parte de lo que pasa en tu obra puede que sea inconsciente, o cuando menos es posible que nunca hayas analizado las reverberaciones emocionales de esas imágenes. Pero es difícil que esas cosas no cambien cuando haces una gira promocional. En el pasado me parecía que lo adecuado era ser lo más honesto y abierto posible, pero he visto el daño que eso puede hacer. Hay escritores que acaban bastante jodidos. Terminan sintiéndose resentidos y vulnerados. Y eso ha de tener algún efecto en tu forma de escribir. Te sientas a escribir y piensas: soy un autor realista y supongo que también soy una especie de escritor del absurdo. Empiezas a perder mucha espontaneidad”.
Uno de los peligros de las entrevistas es que se ha de tener un gran temple para no terminar borracho de megalomanía, para no perder el pudor y acabar diciendo cosas que sería mejor callar
Qué amable es Ishiguro. Y qué listo. Quien le entrevistaba en ese momento era la fallecida Susannah Hunnewell, por aquellas fechas editora de The Paris Review, prestigioso medio al que la entrevista estaba destinada (pueden leerla en el segundo de los dos monumentales tomos antológicos de las entrevistas de The Paris Review que publicó Acantilado el año pasado).
Qué formidable ironía la de atribuir a los entrevistadores una gran inteligencia y, a continuación, sugerir que preguntan cosas como “por qué esa obsesión con el pastel de carne”.
El caso es que las preguntas que hacen suelen ser más tontas aún y, sobre todo, más repetitivas. Recuerdo haber entrevistado, siendo muy joven, a Guillermo Cabrera Infante y que me confesara, divertido, que la única manera de soportar las rondas de entrevistas a que se somete un escritor en las campañas promocionales consiste en inventar respuestas siempre diferentes a las preguntas inevitablemente idénticas que le hacen. A otros escritores menos lúdicos los vemos repetir casi literalmente, una vez tras otra, las mismas respuestas. Y qué van a hacer.
Pero Ishiguro va más lejos. Lo que él viene a decir es que eso de tener que dilucidar y justificar incansablemente aspectos de la propia obra termina por tener efectos esclerotizadores de la propia escritura, es decir, fuerza a un grado de autoconsciencia y de explicitud que puede resultar –sostiene Ishiguro– nocivo.
Supongo que será verdad, al menos en parte. Pero yo aún detecto dos peligros más graves en esta sobrexposición de los escritores a los medios.
El primero es risible. Me refiero al egotrip que para tantos escritores supone pasarse días hablando de sí mismos y de lo que han hecho. Se ha de tener un gran temple para no terminar borracho de megalomanía, para no perder el pudor y acabar diciendo cosas que sería mejor callar. Sin ir más lejos, el reciente lanzamiento, en esta rentrée, de las novedades de dos de nuestros más conspicuos novelistas viene dejando un rastro de declaraciones con las que ya tenemos provisiones de mermelada existencial para todo el invierno.
El segundo peligro es más difícil de sortear aún, y más letal. Tiene que ver con el hecho de que el escritor se convierta no sólo en el portavoz y publicista de su obra, sino también en el instructor del tipo de lectura que debe hacerse de ella. Se fuerza al escritor a explicar su obra y sus intenciones hasta el extremo de que el lector llega a ella provisto poco menos que de una guía, casi de un juicio hecho. Y lo que es peor: una crítica indolente tiende a replicar, glosar y amplificar las razones del mismo autor, a leer el libro en la misma clave que el autor ha procurado.
La consecuencia es que el escritor queda fatalmente atrapado por su propia fraseología. Apenas se le da oportunidad de “descubrir” lo que ha hecho, de contrastar sus propias aspiraciones y sus logros.