Thompson y la imbecilidad
Hace ya sus buenos años me referí en una de estas columnas a una carta de Flaubert que en aquel momento no supe localizar, pese a recordarla bien, por lo que me quedé sin citarla literalmente. Estos días, releyendo las estupendas Cartas del viaje a Oriente (excelentemente prologadas y traducidas en su día por Ricardo Cano Gaviria, y que Laertes ha tenido la buena iniciativa de recuperar, con motivo del centenario de Flaubert), por fin he dado con el pasaje, y es tan sustancioso y divertido que no me resisto a transcribirlo en toda su extensión. Me lo van a agradecer. Se encuentra en la carta que Flaubert dirige desde Rodas a “su tío Parain” (hermano de su madre por quien sentía un gran afecto) el 6 de octubre de 1850. Y dice así:
No es veleidad artística o transgresión, el impulso por la compulsión grafitera es primitivo: recuerda al de los perros por mear en cualquier palo
“¿Ha reflexionado usted alguna vez, mi querido y viejo compañero, en la enorme serenidad de los imbéciles? La idiotez es algo inquebrantable; nada la combate sin quebrarse contra ella. Es dura y resistente, de naturaleza granítica. Un tal Thompson, de Sunderland, ha escrito su nombre en Alejandría sobre la columna de Pompeyo con letras de seis pies de altura [casi dos metros]. Lo puedes leer aun cuarto de legua de distancia. No hay manera de ver la columna sin ver el nombre de Thompson, y por consiguiente sin pensar en Thompson. Ese cretino se ha incorporado al monumento y se perpetúa con él. ¡Qué digo! Lo anula con el esplendor de sus letras gigantescas. ¿No es pasarse mucho de la raya obligar a los viajeros futuros a pensar en ti y a acordarse de ti? Todos los imbéciles son más o menos unos Thompson de Sunderland. En la vida, ¿cuántos no se encuentran en los más bellos lugares y en los rincones más vírgenes? Y además, siempre nos arrollan. ¡Son tan numerosos, se repiten tanto, tienen tan buena salud!”.
Quien esto escribe está por cumplir los veintinueve años de edad. ¡Y ya esa fatiga!
No es la única de las cartas de Flaubert en que trae a colación esa precoz compulsión grafitera de los turistas europeos. En la vieja columna a la que he hecho mención, citaba yo una carta anterior, enviada a su madre en abril de 1850, en la que se lamenta ya de la frecuencia con que se topa con autógrafos inscritos en monolitos, esculturas, muros y toda clase de ruinas, y dice: “Hay nombres que han debido de tardar tres días en ser grabados, tan profundamente están tallados en la piedra. Algunos se encuentran por todas partes, en una sublime persistencia de la estupidez”.
En mi columna, enlazaba este pasaje con otro del eminente historiador y crítico de arte italiano Cesare Brandi en su Viaje a la Grecia antigua, de 1954 (publicado en España por Elba en 2010), donde, un siglo después de Flaubert, se lamenta también, recorriendo los monumentos del país, del gran número de “superficies maltratadas con nombres grabados como para una batalla electoral”. Y no sólo nombres: también “fechas, que confirman la persistente barbarie de los hombres, más antigua que ellos mismos. 1817, 1848, 1810… Holanda, Turingia, Inglaterra: cada país ha dejado su impuro sedimento de fervor y de vanidad”.
Entretanto, la compulsión grafitera asuela no solamente los monumentos y lugares señalados, sino toda clase de objeto o superficie urbana (bancos públicos, dinteles, buzones, postes, persianas) que permita trazar sobre ella cualquier garabato. Pues ya no se trata del nombre del tarugo en cuestión, ni de conmemorar fecha alguna. Menos todavía de ninguna clase de veleidad artística ni decorativa. Ni siquiera cabe hablar de una intención gamberra o transgresora. El impulso es mucho más primitivo: recuerda al de los perros por mear en cualquier palo.
Algunos insisten en llamarlo condescendientemente arte urbano o callejero, y le confieren un halo romántico o subversivo. A este propósito, Arturo Pérez Reverte, que les dedicó en 2013 una novela (El francotirador paciente), decía que “la aspiración de todo grafitero es que lo vean, que lo lean, que lo lean mucho, que lo vean mucho”, y les reconocía “el derecho a llamarse escritores”.
Lo cual, lejos de mover a escándalo, invita a una interesante actualización del concepto más extendido del escritor.