El pasado lunes 17 de enero se cumplieron veinte años de la muerte de Camilo José Cela. No me consta que la efeméride obtuviera un gran eco en la prensa cultural, ni tenía por qué, la verdad. Fuera de Galicia, curiosamente, sólo los diarios de orientación más conservadora, por así decirlo, la cubrieron con alguna amplitud. La ocasión fue aprovechada para anunciar la celebración, durante este año, de algunas muestras y simposios, en los que está prevista la participación de los sospechosos habituales. La gran sonada la dio la viuda del escritor, Marina Castaño, que ese día hizo pública una penosa carta abierta dirigida al escritor, en un torpe amago de ajustar cuentas. Fuera de eso, balances y evocaciones más o menos rutinarias, más o menos plausibles o carroñeras.
El recuerdo de Cela sigue penando, qué remedio, en el purgatorio que él mismo se labró. Y lo que le queda. Su condición canónica garantiza la circulación de algunos títulos de su obra que suelen formar parte de los programas de estudio, en particular La familia de Pascual Duarte, Viaje a la Alcarria y La colmena. Si los restantes mantienen alguna presencia en las librerías se debe sobre todo a la iniciativa de Debolsillo, que en los últimos cuatro años ha venido publicando, con buenos cuidados, un total de dieciseis volúmenes que reúnen la casi totalidad de la obra narrativa del autor, incluidas sus crónicas viajeras.
Aunque Cela incurrió en repeticiones, en manierismos, en vías muertas, no estoy ni mucho menos solo en mi empecinamiento al considerarlo un grandísimo escritor
Recién emprendido este proyecto, la editora María Casas me encomendó la tarea de presentar los sucesivos volúmenes de esta amplísima “Biblioteca Cela”, que viene a constituir casi unas Obras completas, aligeradas del lastre abundantísimo de las piezas más supuestamente periodísticas. La tarea ha supuesto para mí la lectura bastante sistemática (relectura, en buena parte) de algunos miles de páginas de una prosa a menudo bellísima, que desarma casi todos los prejuicios que se puedan albergar sobre ella, y que lo hace a fuerza de una insólita cifra de humor, de piedad, de brutalidad y de lirismo.
Estoy resignado ya a la sorpresa que suele provocar una declaración así por mi parte, y sería indecoroso, además de superfluo, que tratara de mitigarla subrayando que, en el transcurso de las seis décadas en que se desplegó su trayectoria literaria, Cela incurrió, a veces hasta la fatiga, en repeticiones, en manierismos, en vías muertas. No tengo nada que reprochar, por otro lado, a quienes simplemente no pueden abstraerse, cuando lo leen, del ruido y de las asociaciones que todavía despierta la bronca figura del escritor. Y qué decir a quienes no soportan las notas soeces y escatológicas de esa prosa que aquí encomio.
Afortunadamente, no estoy ni mucho menos solo en mi empecinamiento al considerar a Cela un grandísimo escritor. Con motivo del centenario de su nacimiento, hace ya cinco años, esta revista le dedicó un dosier en el que me vi rodeado de muy buenas compañías. Y, como ya dije entonces, de lo que no me cabe duda, a estas alturas, es de que la secuencia novelística que comprende La colmena (1951), San Camilo, 1936 (1969), Mazurca para dos muertos (1983), Cristo versus Arizona (1988) y Madera de boj (1999) constituye, guste o no, uno de los logros más portentosos y admirables del género, en cualquier lengua.
Para el mismo sello Debolsillo escribí tiempo atrás los textos de presentación de los ocho gruesos volúmenes en que se distribuyeron las obras completas de Valle-Inclán y de los diez que abarcaron una también muy amplia “Biblioteca Juan Benet”. Las obras de estos tres autores constituyen sin duda otros tantos vértices de una difícil geometría, la de la narrativa española del siglo XX, que conforme se incrementa la perspectiva dibuja una figura cada vez más reconocible, cuyos extremos cabría conectar muy aleccionadoramente.