En una vieja y admirable entrevista del año 1976 (recogida en Poder, política y cultura, Debate) le preguntaban a Edward W. Said su opinión sobre Harold Bloom. Said se extendía en una apreciación sustancialmente elogiosa del crítico norteamericano, al que sin embargo objetaba su tendencia a pensar “que la poética o la historia cultural son exclusiva o preeminentemente una lucha entre poetas fuertes y débiles”. A Said, por el contrario, le parecía que “gran parte de lo que es importante en la historia cultural no es lo que se podría llamar revolucionario, sino lo conservador; la cultura no se compone ni exclusiva ni principalmente de héroes y radicales, sino de grandes movimientos anónimos cuya función es que las cosas sigan en marcha, sigan existiendo”.
A lo que añadía: “No todos los escritores grandes o poderosos son rebeldes; casi todos los escritores, de hecho, mantienen una armonía básica con lo que identifican como cultura dominante […] El último Foucault vino a darse cuenta de que las cualidades perdurables de la cultura son, justamente, que perdura, y cómo perdura, y no tanto la contribución a la cultura de grandes héroes culturales como Milton y Goethe”.
El heroísmo cultural parece consistir, al contrario que hace un siglo, en salvaguardar la cultura misma, concebida ahora como resistencia a la barbarie
Por obvias que pueda resultar para algunos, estimo importante, hoy más que nunca, reflexionar sobre las palabras de Said, que vienen a contrariar un prejuicio ampliamente extendido, que yo mismo comparto. Un prejuicio consolidado ya en el umbral mismo de la modernidad, allí donde un jovencísimo Baudelaire –él mismo uno de esos “grandes héroes culturales” a los que Said hace referencia– proclamaba “esa alegría singular de celebrar la llegada de lo nuevo”. Conforme a ese prejuicio, tanto el crítico como el lector exigente se erigen en oteadores de todo cuanto quebranta o más bien desborda la cultura establecida, y en correspondencia tienden a desdeñar o simplemente desentenderse de cuanto contribuye a perpetuarla.
La cuestión que así se plantea queda lejos de resultar sencilla, y la terminología empleada por Said se presta a deslizamientos y malinterpretaciones. Pues a nadie le gusta sentirse partícipe de un movimiento conservador, y sí en cambio resulta halagador reconocerse en el bando de los “revolucionarios” o vanguardistas; de los héroes, en definitiva.
La tradición moderna estableció una razonable pero peligrosa equivalencia entre cultura dominante y cultura sin más. Y derivó de ello una suspicacia radical, que encuentra su expresión más extrema y perturbadora en la célebre frase de Walter Benjamin: “Todo documento de cultura es un documento de barbarie”. A partir de esta constatación, hasta cierto punto inapelable, ¿cómo pretender que uno se haga solidario de ningún proyecto cultural sin hacerse al mismo tiempo cómplice de la barbarie en que se funda? En lugar de eso, el “héroe” moderno optó demasiadas veces por convertirse él mismo en un bárbaro.
Entretanto, sin embargo, la disyuntiva parece haber cambiado de signo. Pues la barbarie, ya sin tapujos, va camino de convertirse en la cultura dominante. Y su signo distintivo es el total desentendimiento por su parte de toda perspectiva de continuidad, menos aún de perduración. Le basta mimetizar la lógica del mercado e imponer, mediante una enloquecedora dinámica de recambio permanente, la constante repetición de lo mismo.
Así las cosas, el heroísmo cultural parece consistir, al contrario que hace un siglo, en salvaguardar la cultura misma, concebida ahora como resistencia a la barbarie; en dotarla de elementos no tanto conservadores como, por así decirlo, “conservantes”, capaces de resistir los efectos disolventes de la barbarie establecida. Se diría que, hoy más que nunca, de lo que se trata, en efecto, es de alinearse con esos “grandes movimientos anónimos cuya función es que las cosas sigan en marcha, sigan existiendo”. Claro que está por ver –y aquí empieza el lío– qué cosas, y por cuánto tiempo.