Para quienes no son aficionados a la lectura, la actividad de leer carece de contenido específico. Lo mismo pasa, en general, con toda actividad de la que no participamos y sobre la que tenemos un conocimiento externo, superficial. La actividad deportiva, por ejemplo. Decimos que alguien hace deporte y aludimos por igual a jugar a fútbol, practicar el alpinismo o lanzar la jabalina.
El ámbito de la cultura está lleno de actividades que, como las deportivas, se estiman a priori saludables, pero que sólo lo son en la medida en que lo sea su contenido particular. Ver televisión, por ejemplo, ir al cine o escuchar música. Que se trate de actividades recomendables dependerá de qué programa se zampa uno, qué película, qué cantante o formación musical oye.
Lo mismo ocurre con la lectura. Se da por hecho que leer es bueno. Pero se me ocurren un montón de títulos y de autores a los que sería preferible no leer. Quiero decir que entre leerlos o, en su lugar, ver una carrera de motociclismo, chatear o simplemente dormir, me parece mucho más recomendable cualquiera de estas opciones alternativas.
A medida que uno envejece, todo conspira de manera creciente para estorbar el libre ejercicio de la lectura empleada en materias y autores de su genuino interés
Para quienes no son aficionados a la lectura esta distinción no tiene lugar. Para ellos, leer es una actividad consistente, de un modo vago, en descifrar textos y pasar páginas, no van más allá. De ahí que les parezca que, puesto que a uno le gusta leer, le vale para ello cualquier cosa.
Dado que me he desarrollado profesionalmente como lector, en la doble faceta de editor y de comentarista de libros, mi afición a la lectura es pública y notoria, al menos en determinados círculos.
Por este motivo, no es raro que algunas personas –me refiero ahora a personas desconocidas, otra cosa son los amigos– acudan a mí con la solicitud de que lea un texto cualquiera, generalmente escrito por ellas o por alguien que les es cercano. En la mayoría de estos casos, lo enojoso no es tanto la petición en sí, que puede ser razonable, y atendida con más o menos generosidad, como la tácita presunción de que uno se halla predispuesto a la tarea. Como si, puesto que a uno le gusta leer, fuera natural que diera por bienvenida cualquier lectura.
“A usted que lee tanto le voy a pasar el manuscrito de una novela que escribió mi mujer y que me parece a mí que está muy bien.”
“Le adjunto una novela que acabo de publicar y sobre la que me gustaría conocer su opinión.”
“Échale un vistazo a este libro y dime qué te parece.”
Estas y otras muchas solicitudes de tenor semejante le llegan a uno con sorprendente frecuencia, dejando traslucir, por parte de quienes las hacen, una ignorancia flagrante de las condiciones cada vez más dramáticas en que uno debe hacer sitio a su sed de leer, de seguir leyendo, y de hacerlo conforme al inabarcable programa que se trazó mucho tiempo atrás, que no cesa de ampliarse y que empieza a aceptar, con desesperada resignación, que no tendrá tiempo de cumplir.
Pues, a medida que uno envejece, todo conspira de manera creciente para estorbar el libre ejercicio de la lectura empleada en materias y autores de su genuino interés, desatendida de obligaciones y compromisos, de proyecciones prácticas.
Cuesta mucho, se diría, hacerse cargo, desde fuera, de la codicia con que uno acaricia el tiempo cada vez más escaso del que dispone para leer soberanamente, con esa pasión y esa receptividad juvenil que tantas veces observo, entristecido, que otros han perdido en el camino, ya sea por cansancio, ya por aburrimiento, ya por haberlas hipotecado hasta el agotamiento, por no haber sabido administrar adecuadamente su propia disponibilidad para la lectura.