En una de sus “máximas”, François de La Rochefoucauld (1613-1680) dijo que “mucha gente nunca se habría enamorado de no haber escuchado que existe algo llamado amor”. Estoy convencido de que así es, o al menos de que así ha sido hasta hace relativamente poco. Como estoy convencido de que, también hasta hace poco, la principal vía por la que “mucha gente” se enteraba de “que existe algo llamado amor” era, al menos en Occidente, la literatura, en general, y muy en particular, a partir del siglo XVIII, la novela.
No sé si se ha profundizado suficientemente en la dimensión pedagógica de la literatura en cuanto a sentimientos se refiere, sospecho que no. Por lo que toca al amor, su función fue, a este respecto, decisiva, sin lugar a dudas. Claro que entretanto cabe preguntarse si lo que en todo este tiempo hemos convenido en llamar “amor” es un sentimiento históricamente estable, por así decirlo.
José Ortega y Gasset pensaba que no. A la altura de 1952, en un prólogo que escribió para El collar de la paloma, un “tratado sobre el amor y los amantes” de Ibn Hazm de Córdoba (siglo XI), sostenía, considerando el presente, que “no podemos identificar a los enamorados europeos de hace cincuenta años y hoy. El lugar es el mismo, la distancia temporal es bien escasa y, sin embargo, la diferencia entre el amor de entonces y el de las nuevas generaciones es superlativa”.
Pensaba Ortega que en la primera mitad del siglo XX se había producido un “corte radical” en la figura occidental del amor, fraguada en el siglo XII y formulada en la poesía trovadoresca. “Desde aquel siglo el modo de quererse evoluciona con perfecta continuidad, como un género literario (en cierto modo, lo es), hasta comienzos de siglo XX”, en que se habría roto la tradición entonces iniciada.
Ortega pasa por alto, me temo, el “impacto” que en la tradición amorosa de Occidente tuvo el romanticismo, y en qué medida contribuyó este a universalizar la “ideología” del amor, a caballo de la burguesía triunfante.
El amor ha pasado a ser una experiencia repetible, no siempre la más importante, y ha perdido el papel revelador que antes tenía en las novelas
En cualquier caso, ese corte radical al que se refiere a Ortega no ha dejado de profundizarse hasta proporciones inimaginables desde que él escribió el prólogo citado. Baste pensar en la revolución sexual de los años sesenta y en la progresiva erosión que no han dejado de sufrir la institución matrimonial, primero, y enseguida la pareja misma como estructura amorosa duradera.
A esto alude Vivian Gornick en el último de sus libros, publicado por Sexto Piso, El fin de la novela de amor, soberbia colección de artículos y ensayos aparecida originalmente en 1997. Lo hace sobre todo en el ensayo que da título al volumen. Con enorme atrevimiento especula allí sobre la posibilidad de que en las últimas décadas –pongamos que a partir de los años ochenta– el amor haya perdido buena parte de su prestigio como agente transformador de las vidas corrientes.
He aquí que, de pronto, el amor ha pasado a ser una experiencia repetible, no siempre la más importante, y consecuentemente, ha perdido el papel revelador que antes tenía en las novelas.
La idea le sobreviene a Vivian Gornick tras la lectura de La edad del desconsuelo (1987), de Jane Smiley. Pese al aprecio que experimenta por la novela, le resulta insatisfactoria. Y lo atribuye al peso que en ella se concede al amor como catalizador de la acción.
“Nunca antes había contemplado la posibilidad de que el amor pudiera diluir la fuerza de una buena novela en lugar de concentrarla”, se dice Gornick. Lo que le da pie a preguntarse: “Si hoy en día pusiéramos el amor romántico en el centro de una novela, ¿quién iba a creer que en su búsqueda los personajes van a alcanzar algo grande?”.