He leído estos días Redburn, de Herman Melville, y cuánto me ha gustado. La he leído en la impecable traducción de Miguel Temprano para Alba, publicada en 2008. Redburn (1849), como saben, es la crónica novelada del primer viaje por mar que realizó Melville cuando, con apenas veinte años de edad, empujado por la indigencia, se enroló como grumete en un buque mercante que hacía la travesía de ida y vuelta de Nueva York a Liverpool. Escrita nueve años después de los hechos narrados, es un relato de formación lleno de ingenuidad, de franqueza, de vitalidad, de generosa y abierta humanidad, también de bondad, de compasión, de alegría.
Qué bien me cae Melville, y qué personalidad tan entrañable la suya, sobre todo en sus años de juventud, sedientos de novedad y de experiencia. Imposible desgranar aquí los pasajes remarcables de este libro conmovedor, que recomiendo vivamente como lectura veraniega, sobre todo si se pasan las vacaciones –quien las tenga– cerca del mar. Aunque la soberbia descripción del puerto de Liverpool contiene páginas terribles, estremecedoras, que se prolongan con la descripción de las condiciones en que viajaban a América los emigrantes europeos.
Melville sigue siendo el gran novelista de Estados Unidos. Nadie como él ha prefigurado en sus libros el carácter y el destino de ese país. Leídas en secuencia: Redburn (1849), Chaqueta blanca (1850) y Moby Dick (1851) cuentan casi proféticamente el camino recorrido por Estados Unidos desde su fundación hasta la actualidad. A bordo primero del Highlander, luego de la fragata United States y finalmente del ballenero Pequod, el lector asiste a la metamorfosis del encendido internacionalismo que anima las páginas de Redburn en el inquietante predestinacionismo que impregna Chaqueta blanca, hasta abocarse al delirio paranoide y autodestructivo del capitán Ahab.
Qué bien me cae Melville, y qué personalidad tan entrañable la suya, sobre todo en sus años de juventud, sedientos de novedad y de experiencia
Pero no es este lugar para explorar el mensaje terrible que sugieren estas tres novelas, escritas casi en secuencia. Aquí quiero anotar simplemente –a las puertas del verano, en que tanto uso se suele hacer de ellas– el decepcionado lamento que el joven Redburn hace a cuenta de la caducidad y obsolescencia de las guías de viaje.
El caso es que Redburn viaja a Liverpool llevando consigo, como un tesoro profusamente anotado, la guía que su padre empleó años atrás durante sus visitas a la ciudad. Y se siente enormemente contrariado cuando descubre que casi todas las informaciones que le procura ya no le sirven, pues en apenas tres décadas la ciudad se ha transformado enteramente.
La constatación le proporciona una importante lección sobre la mutabilidad de todas las cosas (“el mundo, muchacho, no para de moverse, sus hoteles están siempre demoliéndose; nunca se detiene y sus arenas cambian incesantemente”), a la que Redburn arranca la siguiente conclusión: “Las guías son los libros menos fiables de la literatura; y casi toda la literatura, en cierto sentido, está hecha de guías.
Las viejas nos hablan de cómo recorrían nuestros padres las vías y patios de antaño, aunque muy pocos de sus lugares pueden rastrearse en la posteridad; entre avenidas y nuevos edificios, ¡qué pocos siguen encontrándole sentido a una guía vieja! Cada época escribe sus propias guías y las viejas solo sirven para pasta de papel. Solo hay una guía sagrada, que nunca te engañaría si la sigues con rectitud, y algunos muy nobles monumentos que perdurarán, aunque se desmoronen las pirámides”.
Resulta interesante esta melancólica visión de la literatura concebida como una sucesión de guías de vida que, a excepción de unos pocos casos contados –esos mismos a los que concedemos el estatuto de clásicos–, pierden pronto aliciente y utilidad para el lector que llega apenas una generación después y al que ya no sirven los viejos libros en que tanto aprendieron y disfrutaron sus mayores.