Se me ocurre preguntarme por las relaciones entre literatura y catástrofe. Me refiero ahora a las catástrofes naturales –ciclones, crecidas, terremotos, huracanes, volcanes–, no a las que tienen al hombre por causante o partícipe. Entre estas últimas, la más recurrente y extendida, la guerra, ocupa una posición central en la tradición literaria, por cuanto constituye el asunto principal de uno de los más antiguos y consolidados géneros: la epopeya heroica, que une con un hilo rojo el Poema de Gilgamesh (2500-2000 a.C) con Guerra y paz (1867) de Tosltói.

En comparación, las grandes obras literarias que tienen por materia las catástrofes naturales son, pienso, escasísimas (tanto más si se contrasta su caudal con el del cine). De hecho, no se me ocurre ninguna muy notable, como no sea la que a todos nos viene a la memoria tan pronto se plantea la cuestión: Los últimos días de Pompeya (1834), de Edward Bulwer-Lytton, cuya popularidad supera con mucho a su relevancia.

Puede que el Vesubio y sus estallidos sea uno de los pocos “motivos” literarios asociados a una catástrofe natural que cuentan con cierta tradición. Otro sería el famoso terremoto de Lisboa (1755), que sobrecogió a toda Europa y que en su momento inspiró a autores como Voltaire y Kant. Otro terremoto con cierta resonancia literaria fue el de Chile en 1647, que en 1806 inspiró un notable relato a Heinrich von Kleist. De hecho, puede que el de los terremotos sea el fenómeno natural más tratado literariamente, si se dejan a un lado las tempestades y tormentas marinas.

Estas últimas han dado pie a todo un subgénero, la literatura de naufragios, repleto de títulos notorios e interesantes, si bien en este caso el asunto no lo constituye propiamente la catástrofe en sí, sino el sobrevivir a ella. Por su parte, los relatos de mar contienen sin duda memorables descripciones de ciclones y maremotos, todas ellas, sin embargo, circunscritas a las condiciones tan particulares de la vida en una embarcación. Entre mis favoritas se cuenta la que hace Richard Hugues de una “tormenta perfecta” en su novela En peligro (1938). El mismo Hugues, por cierto, al frente de Huracán en Jamaica (1929), hace una estupenda descripción de un ciclón caribeño desde la perspectiva de una niña.

De golpe me asalta el recuerdo de Un descenso al Maelström (1841), de Edgar Allan Poe, encuadrable en el marco de la literatura de temática marinera, como también Tifón (1902), de Joseph Conrad. Pero, como vamos viendo, no se trata nunca de obras de envergadura, mucho menos canónicas. Es como si la catástrofe natural quedara en los aledaños del tipo de experiencia capaz de inspirar al escritor. ¿Por qué razón? No es fácil hacer conjeturas al respecto.

Las grandes obras literarias que tienen por materia las catástrofes naturales son escasísimas (tanto más si se contrasta su caudal con el del cine)

Me da por pensar que, alcanzadas determinadas dimensiones, la catástrofe natural desborda los límites de la experiencia humana y por lo tanto atrofia su eventual elaboración. Eso explicaría la tendencia a asociar la catástrofe natural con los designios divinos, como ocurre con tanta frecuencia en la Biblia, un libro lleno –este sí– de catástrofes naturales y de plagas, entendidas siempre –y padecidas– como castigos.

Las plagas, como las epidemias, constituyen una modalidad muy específica de catástrofe que ha inspirado libros notables como La peste (1947) de Albert Camus. Pero pertenecen a otro rango distinto al de las catástrofes naturales motivadas por causas climáticas o tectónicas.

Queda decididamente al margen de esta reflexión la abundantísima literatura de materia apocalíptica, que imagina catástrofes futuras más o menos terminales. El campo de la ciencia ficción y de la literatura distópica no cesa de incrementarse en nuestros días y puede que ello sea sintomático de la incapacidad del ser humano para asumir la catástrofe inesperable y gratuita sin asociarla de alguna forma a la noción de destino.