Kafka o la doble culpa de la escritura: un recorrido por la vida del autor checo a través de su literatura
- Rüdiger Safranski publica un penetrante ejercicio de lectura que ofrece claves interpretativas para abordar la obra del autor de 'El proceso'.
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El compromiso estaba abocado al fracaso. En junio de 1913, a los pocos meses de haber visto por primera vez a Felice Bauer en casa de Max Brod, Franz Kafka le pide la mano. Y acto seguido enumera, siempre por carta, una retahíla de motivos que desaconsejarían la boda.
Felice, le dice, perdería su vida, a sus amigas, la perspectiva de casarse con “un buen hombre, sano y divertido” y la posibilidad de tener hijos “hermosos y sanos”; en vez de eso, ganaría a “una persona enferma, débil, insociable, callada, triste, torpe, sin remedio, cuya tal vez única virtud consiste en que te ama”. Felice, pese a todo, acepta. Y Kafka, aterrado, responde: “Eso no, eso no. No debes entregarte a algo que podría ser tu desgracia”.
Le insta a que se lo piense un poco más y le dé, en vez de lo que él considera un sí irreflexivo, un “sí consciente”. Felice insiste: se casará con él. Y empieza la cuenta atrás. Kafka se lo comunica a la familia, a su madre, para que se lo traslade al padre, y esta le informa de que contratarán a una agencia de detectives para investigar a los Bauer. A Kafka le parece bien -apunta el nombre del padre de Felice en un papel y se lo da a su madre- y Felice tampoco se ofende.
Kafka imagina lo que los padres de Felice descubrirían con una empresa similar. Y escribe a Felice: “Ninguna agencia de detectives estaría en condiciones de decir la verdad sobre mí”. Y añade: “Por cierto, ¿conoce tu padre La condena? Si no es así, dásela para que la lea”.
En el famoso cuento de Kafka, un hombre dispuesto a casarse es condenado por el padre y, a resultas de esta condena, ejecutada por el autor, muere ahogado. Puede que Kafka quisiera que el padre de Felice, tras leer el cuento, hiciese lo que él no se atrevía a hacer: anular el compromiso. Pero lo interesante es que la sugerencia revela una íntima convicción de Kafka: no hay detective que valga, si quieres conocerme, tendrás que acudir a mis textos.
“no es que yo posea algún interés por la literatura, sino que estoy hecho de literatura; no soy nada más”, escribió Kafka
Lo han hecho grandes autores, de Elias Canetti a Hannah Arendt. Y es el método seguido por Rüdiger Safranski (Rottweil, 1945), biógrafo de Goethe, Schiller y Hölderlin, para su Kafka (Tusquets), un libro que, como era de esperar, nos muestra a un lector atento y agudo. Aunque dispara en múltiples direcciones, Safranski casi nunca se desvía demasiado de eso que Kafka llamó alguna vez el “servicio diabólico”: su patológica entrega a la escritura y los sentimientos de culpa, de “doble culpa”, que le producía.
“Dios no quiere que escriba, pero tengo que hacerlo”, le dijo a Oskar Pollak. La escritura le juzga si entrega demasiada energía al mundo y el mundo le juzga si se pasa la noche escribiendo.
Hay un rastro nítido de esta doble culpa en los textos “autobiográficos” de Kafka, las cartas y los diarios. Algunas citas -que, despojadas de su contexto, extraídas de la densidad del texto en que suelen estar alojadas, nos muestran a veces a un Kafka con un aire casi de ingenuidad- se han hecho famosas, como la que le dirigió a Felice el 14 de agosto de 1913, y que Safranski utiliza como resorte para su reflexión: “No es que yo posea algún interés por la literatura, sino que estoy hecho de literatura; no soy nada más, ni puedo ser nada más”.
Kafka se quejaba de “la terrible doble vida para la cual probablemente no hay ninguna salida más que la locura”. Al padre de Felice, precisamente, le escribió, en un borrador redactado con motivo del compromiso, que la literatura era su “único anhelo” y su “único oficio”, pero que no tenía fuerzas para convertirla en su sustento. ¿Otra vez intentaba disuadirle?
La salida, finalmente, no se la procuró la locura, sino la enfermedad. Por eso el 11 de agosto de 1917, con el primer vómito de sangre, experimentará cierto alivio, como si se liberase, al menos, de la mitad de esa doble culpa. Pedirá la jubilación y la enfermedad decidirá por él: el matrimonio, la familia y el trabajo quedan sentenciados y, ante nuestro autor, se abre un futuro de escritura a tiempo completo. Safranski repasa cada argumento, cada detalle, busca símbolos en cada renglón, y extrae conclusiones.
Como su hilo es la escritura, y la tortura asociada a ella, cree advertirla en todas partes; por ejemplo, En la colonia penitenciaria, tantas veces reducida a un oscuro pálpito del siglo XX, ve una parábola de lo que la escritura era para Kafka: una tortura con breves instantes de euforia: en Kafka, ante un párrafo logrado; en el cuento, durante la “sexta hora”, cuando desaparecen los dolores del reo. “La culpa se escribe en el cuerpo”, dice Safranski. “La escritura es, al mismo tiempo, culpa y castigo”.