En otras ocasiones he observado cómo, de un tiempo a esta parte, la figura del lector viene acaparando la atención que hasta hace poco recibía la del escritor. Se cuentan por centenares, en décadas pasadas, las novelas que tienen a escritores por protagonistas y que han hecho de la escritura misma, y de sus congojas, su argumento. Pero ocurre ahora que el temor creciente a que la lectura deje de ser una práctica corriente está convirtiendo al lector mismo en el héroe de esa especie de combate con que algunos se empeñan en imaginarse la resistencia que la cultura humanística –y su principal agente: el libro– ofrecen todavía a las nuevas tecnologías y a los usos que de ellas se derivan.

Una clave para explicar el éxito internacional de Roberto Bolaño la constituye el hecho de que su narrativa tematiza la figura del escritor perdido, del escritor fugitivo, convertido en cierta medida en metáfora del final de la literatura, una idea recurrente en estos tiempos en que toda la cultura letrada, o más propiamente libresca, aparece envuelta en luces crepusculares.

El año siguiente a la publicación de 2666 vio la luz El último lector, de Ricardo Piglia. Aunque este ensayo –el último de los que Piglia publicó en vida– no discurre sobre el final de la lectura, tiene el acierto de postular la del “último” lector como una figura “múltiple y metafórica”, y me da por pensar que más o menos a partir del año de su publicación (2005) la reflexión teórica sobre la suerte del libro y de la literatura pone el foco sobre esa figura.

Entre la marea incesante de libros que reflexionan en torno a las nuevas condiciones de la lectura y que especulan con más o menos alarmismo acerca del futuro que aguarda a esta actividad, he leído con particular interés –espoleado por el respeto y la simpatía que me merecen sus autores– dos ensayos recientes: No soy un robot, de Juan Villoro (Anagrama), y Construir lectores, de Vicente Luis Mora (Vaso Roto).

Los dos se esfuerzan por enfrentar el nuevo escenario de la lectura sin incurrir en el catastrofismo, más bien aceptando –como concluye Villoro– que “la cultura de la letra ha entrado en una decisiva fase de transformación”, y que lo que corresponde, dadas las circunstancias, no es tanto resistirse como adaptarse a las nuevas condiciones de consumo de los textos. Algo que debería hacerse con actitud comprensiva y apasionadamente prospectiva, bien entendido que “toda vanguardia es una apropiación crítica de un orden precedente”.

Conviene recordar que la práctica lectora ha conocido ya transformaciones tanto o más decisivas que las que están teniendo lugar ahora mismo

El ensayo de Vicente Luis Mora aborda muy de entrada “el mito del último lector” (así se titula uno de sus capítulos preliminares) y se postula a sí mismo como “un libro positivo, constructor, esperanzado”, animado por la necesidad –sostiene– de reclutar “nuevas promociones de niños, adolescentes y jóvenes que continúen la milenaria cadena de lectores”. Un empeño que, conforme progresa, abandona el voluntarismo que parece embargarlo en sus comienzos y se abre generosa y aventureramente –aunque con más escrúpulos y resistencias que los de Villoro– a la perspectiva de que la práctica lectora se reconfigure de manera sustancial.

A la hora de asumir esta perspectiva sin jeremiadas conviene recordar que la práctica lectora ha conocido ya transformaciones tanto o más decisivas que las que están teniendo lugar ahora mismo. Baste pensar en la que supuso, pronto hará seis siglos, el nacimiento de la imprenta. Y tener muy presente que, aun después del nacimiento de la imprenta, la facultad y el hábito de leer fueron, hasta hace bien poco, privilegio reservado a unos cuantos. Lo que a menudo fuerza a redimensionar el marco en que se discute acerca de la “crisis” de la lectura y de las eventuales consecuencias que entraña su supuesto retroceso.