Transcurridos más de treinta años desde su muerte, y cuando sólo faltan tres para el centenario de su nacimiento, Juan Benet sigue siendo –al menos en España– un detector infalible de lectores acomplejados y resentidos. Tengo amigos cultos y exigentes a los que no interesa la narrativa de Benet, ya sea porque les aburre o los fatiga. Benet sería el primero en darles la razón, pues nadie ha hablado de sus libros de modo más disuasorio que él.
Entiendo, por otro lado, que haya a quienes la figura pública de Benet –como para otros la de Cela o la de Umbral, aunque por razones del todo opuestas– despierte suspicacia y hasta antipatía, en la medida en que no son receptivos a su carisma personal, disienten de sus opiniones siempre contundentes –que él nunca se privó de manifestar con espíritu provocador– y no se explican, pues, el ascendiente tan importante que ejerció sobre algunos de los más notables escritores españoles de finales del siglo XX.
Pero nada de esto justifica la inquina que en ciertas madrigueras se le profesa, la actitud escandalizada y ofendida con que algunos se toman cualquier manifestación de aprecio –ya no digamos veneración– a un escritor al que ellos tienen, torvamente, por paradigma del elitismo intelectual.
Es natural que un escritor cuya figura sigue despertando reacciones muy encontradas, y cuya obra, por escasamente leída que sea, sigue en circulación, resistiendo los embates del tiempo, haya suscitado la determinación de escribir su biografía. Son abundantes las evocaciones de Benet –muchas de ellas estupendas, como las de Javier Marías–, que lo perfilan como un personaje casi legendario tanto por su humor como por su independencia de criterio y su particular sentido de la amistad. Algunas de esas evocaciones, como las de Francisco García Pérez (1998) y Eduardo Chamorro (2001), alcanzan una extensión y una amplitud considerables. Pero seguía faltando –urgía, de hecho– una biografía propiamente dicha, ceñida estrictamente a los hechos de la vida de Benet, y no es de extrañar que quien haya asumido esa tarea sea finalmente J. Benito Fernández.
Este tiene en su haber sendas y meritorias biografías de Leopoldo María Panero (1999, 2023), Eduardo Haro Ibars (2005) y Rafael Sánchez Ferlosio (2017), nombres que ya delatan su atracción por las personalidades difíciles. A Benito Fernández le estimulan los retos, y no se arredra ante los obstáculos. En las biografías tanto de Ferlosio como de Benet ha debido sortear no pocos. Pero él persevera impertérrito en su peculiar metodología, expuesta con detalle en su contribución al libro colectivo Travesías biográficas (2022), dedicado al género.
El de J. Benito Fernández es un proceder a la vez servicial y generoso. es un infatigable detective que recoge documentos y testimonios sobre el personaje
El de Benito Fernández es un proceder a la vez servicial y generoso. Asume su tarea como la de un infatigable detective que recoge sobre el terreno, con paciente minuciosidad, el mayor número de rastros, documentos y testimonios accesibles sobre la persona de que se ocupa, para ordenarlos luego cronológicamente, cediendo un mínimo margen a la interpretación y al juicio. El resultado es bastante áspero desde el punto de vista narrativo, pero a cambio conforma un exhaustivo y neutral archivo, en su caso armado cuando todavía cabía acceder –no sin obstinación– a testimonios amenazados de desaparición inminente.
Este es el mayor servicio que brinda Benito Fernández: el de proveer de un material a menudo precioso –por anodino que se nos antoje– a futuros estudiosos y biógrafos, acaso más dotados para el retrato psicológico, más dispuestos a establecer conexiones entre vida y obra, a “leer” al personaje. Un personaje, en este caso, cuyo poderoso atractivo y cuya posición clave en el tejido de la cultura española de los años previos y posteriores a la Transición hacen que toda noticia sobre él resulte valiosa, así sea –como tantas veces aquí– a beneficio de inventario.