Decía Jaime Gil de Biedma que para un niño burgués de su edad y de su tiempo los Reyes Magos eran “el único mito inmediatamente vivo”. Me pregunto si sigue siendo así, dado que desde entonces las cosas se han complicado bastante.
De entrada, hoy los Reyes Magos compiten con Santa Claus en el imaginario navideño. ¿Tiene Papá Noel el mismo empaque mítico que los Magos de Oriente? Sospecho que no, que tiene un carácter más folclórico, por mucho que supere el de una figura tan anecdótica como, por ejemplo, el Ratoncito Pérez.
Yo diría que el Ratoncito Pérez, Papá Noel y los Reyes Magos, tres mitos tradicionales y dadivosos, determinan –aún hoy– tres grados diferentes de credulidad, de los que el niño se descabalga con grados también muy diferentes de decepción.
Del inverosímil Ratoncito Pérez el niño mismo sospecha muy pronto. Por su parte, Santa Claus, en España al menos, donde su dimensión religiosa llegó muy desdibujada, nunca ha alcanzado una gran entidad mitológica, es demasiado entrañable y no aparece investido del prestigio sacral, hasta cierto punto imponente, que sí tienen los Reyes Magos, incluso entre los niños que carecen de toda formación cristiana.
Pero la verdad es que, si lo pienso bien, me pierdo en un asunto así. Aunque tengo aún contacto con niños, ignoro cuáles sean las fuentes que actualmente proveen a su imaginación de mitos más o menos vivos, si es que los tienen. Imagino que sí, cómo no van a tenerlos. Incluso puede que su surtido mitológico sea muy superior al de mi infancia, ya no digamos la de Jaime Gil.
El sincretismo cultural que permitía a un niño creer en el Ratoncito Pérez, Santa Claus y los Reyes Magos alcanza en la actualidad extremos alucinantes
Como sea, el mismo Jaime Gil decía también que la revelación de que los Reyes Magos son los padres le produjo en su momento una conmoción mucho mayor que esa otra, supuestamente mucho más trastornadora, de que los bebés son producto de un escabroso comercio carnal y no un “gracioso don de la cigüeña”. A lo que añadía que, después de esa revelación, se le hizo muy necesaria la lectura de novelas para alimentar su imaginación.
Tras el gran desencanto que para todos supone el final de la infancia, las novelas y, por supuesto el cine, proveyeron a Jaime Gil –como a toda su generación, y varias de las que le siguieron– el sustrato mítico que toda personalidad necesita para crecer. No importa lo pronto que dejemos de creer también en esos mitos, lo importante es –como decía Jaime Gil– poder recurrir a ellos “cada vez que aspiramos a conferir cierto destello legendario al interminable negocio de la vida”.
Es característica de nuestro tiempo la pervivencia de los mitos fuera del marco coherente de lo que cabe entender por una mitología propiamente dicha. Mucho más abigarrada que la grecolatina o la cristiana, nuestra mitología es –y sigo citando a Jaime Gil– “una almoneda incoherente, un bric-à-brac de referencias de muy vario origen y de sueños, pero que sirve de pauta a nuestra experiencia de lo real y de lo imaginario y la reduce a un orden nuestro”.
Si esto era así a mediados del siglo pasado, qué no será en el presente, en el que la cultura de masas no cesa de generar mitos de la más varia catadura.
El sincretismo cultural que hasta hace bien poco permitía a un niño creer simultáneamente en el Ratoncito Pérez, Santa Claus y los Reyes Magos alcanza en la actualidad extremos alucinantes. Pienso en tantos “belenes” que no dejo de contemplar con ternura y espanto, hechos con pastores y angelitos mezclados con indios y cowboys, muñequitos de Playmobil, pitufos y personajes de Batman y de la Guerra de las galaxias. Como en esa preciosa canción –¿o era un villancico?– de Jaume Sisa, “Qualsevol nit pot sortir el sol”. Cosas así.