Observaba el medievalista británico Michael Clanchy que las primeras cédulas que certificaban la posesión de tierras en Inglaterra, allá por el siglo XII, no iban fechadas. El principal motivo era que “fecharlas obligaba al que escribía a expresar una opinión respecto a su lugar en el tiempo”, algo para lo cual era preciso tener algún punto de referencia. Pero ocurre que en las culturas eminentemente orales, con escasa o nula relación con la escritura y la cultura letrada, todas las referencias temporales estaban ligadas a la experiencia del individuo o de la colectividad en que vivía, nadie era capaz de hacer abstracción del tiempo conforme a un cómputo que quedaba fuera de esa experiencia concreta.

Por la misma época, los papas ya fechaban los documentos a partir del nacimiento de Cristo. Venían haciéndolo desde el siglo VIII. Pero ¿qué sentido podía tener para un campesino del siglo XII una referencia tan remota, que excedía su propia conciencia del tiempo? Ese campesino podía remitirse al año de la gran sequía, por ejemplo, o del gran incendio, o de la última guerra.

Por lo mismo, en un mundo sin relojes mecánicos ni calendarios, la humanidad medía sus días conforme a relojes cósmicos (los que, como el reloj de sol, miden el tiempo conforme al movimiento de los astros) o telúricos (los que, como los relojes de arena, miden el tiempo con ayuda de elementos naturales).

Como explica el lingüista norteamericano Walter J. Ong, “antes de que la escritura se interiorizara profundamente mediante la imprenta, la gente no consideraba que estuviera situada, en todo momento de sus vidas, dentro de un tiempo computado abstracto de cualquier tipo”, como sí nosotros. “Parece poco probable que la mayoría de personas en la Europa occidental del Medievo o incluso del Renacimiento hubiera sabido habitualmente en qué año vivía, a partir del nacimiento de Cristo o de otro punto cualquiera en el pasado. ¿Por qué tenían que saberlo? […] En una cultura sin periódicos u otro material fechado regularmente que dejara una huella en la conciencia, ¿qué sentido tendría para la mayoría de las personas saber en qué año vivían? El número abstracto del calendario no estaba relacionado con nada en la vida real. La mayoría de las personas no sabía –ni trataba tampoco de descubrir– en qué año había nacido”.

Por sorprendente que esto último nos parezca, todavía hay amplias regiones del mundo en que sigue siendo así. Incluso en un país como España, hace menos de un siglo, un buen número de gente ignoraba su edad.

Para Ernst Jünger, el invento del reloj de ruedas a comienzos del siglo XIV fue más revolucionario que los de la pólvora, la imprenta y la máquina de vapor

En un libro asombroso, que siempre recomiendo muy vivamente (El libro del reloj de arena, de 1950, publicado en español por Tusquets), Ernst Jünger reflexiona sobre las diferentes formas en que el hombre ha medido el tiempo y concluye que el invento del reloj de ruedas –hacia los comienzos del siglo XIV– fue “más revolucionario que los de la pólvora, la imprenta y la máquina de vapor, y más rico en consecuencias que el descubrimiento de América”.

Para Jünger, “el gran espectáculo de la técnica de las máquinas y de su automatismo cada vez más rígido comenzó en el momento mismo en que echó a andar el primero de los relojes de ruedas”. Estos nada tenían que ver con sus antecesores, los relojes cósmicos y telúricos, sino que venían a constituir “una tercera cosa, algo creado por el espíritu, que no da ni el tiempo de las estrellas ni el tiempo de la Tierra”. La modificación causada por este tipo de relojes no sería tan significativa si, en lugar de máquinas que miden tiempo, no fueran más bien “máquinas que crean tiempo, que producen tiempo”.

Un tiempo del que, desde entonces, todos nos hemos vuelto prisioneros y esclavos, parece que irreversiblemente.

Feliz año nuevo.