Primera palabra

Los Alarcos de Emilio

24 enero, 1999 01:00

La bondad, la inteligencia y la honestidad, virtudes que pocas veces se dan juntas en una misma persona, imprimieron carácter permanente a todo lo que hacía y a la manera en que lo hacía

P ese a que era claro y sin doblez, no resultaba fácil conocer a Emilio Alarcos o, mejor dicho, a todos los Alarcos que había en Emilio. Quizá me estoy expresando mal; en Emilio Alarcos había un ser humano único, que debía su integridad a un conjunto de cualidades esenciales -inteligencia, honestidad, bondad- perceptibles en todos sus actos. Lo que ocurre es que esas cualidades se manifestaban en él de muy diversos modos y maneras, y esa modulación de su ser podía producir la engañosa impresión de que estábamos ante muchos personajes diferentes, cuando en realidad sólo estábamos contemplando los distintos aspectos de la misma persona, grave en ocasiones, alegre y lúdico en otras, irónico y al mismo tiempo sentimental, reservado y transparente, escéptico capaz de tomar apasionado partido y de entregarse entero, sin ningún tipo de reservas, a la defensa de ciertas causas. Si, cuando la situación lo exigía, se revestía de solemnidad, en la que él llamó su "mirada impávida de dioptrías" yo creía a veces advertir un casi imperceptible y malicioso destello que parecía recordar a quienes supiesen interpretarlo la famosa frase de Rimbaud: "yo es otro". Y cuando el otro al fin aparecía, algo indefinible en su actitud delataba que "aquel" tampoco era todo, que aún quedaban más Alarcos dentro de Emilio dispuestos a sorprendernos.
Aunque no creo que fuese partidario de las teorías de Derrida, Emilio Alarcos se construía y se desconstruía sucesivamente, y a veces en el mismo acto. Recuerden, quienes la hayan visto, la entrevista televisada a toda España en 1972, cuando el entonces académico recién electo disertó acerca de muy serios asuntos sosteniendo sin inmutarse y en difícil equilibrio una copa de coñac sobre su cabeza. No era Emilio Alarcos, discretísimo siempre, hombre proclive a llamar la atención sobre sí mismo, y mucho menos con excentricidades, como otras ilustres personalidades gustaron de hacer (Valle-Inclán, por ejemplo). En consecuencia, yo pienso que el episodio de la copa debe ser interpretado como una manera de distanciarse del solemne aparato ritual que la investidura de académico conlleva; un ritual que, por otra parte, no dejaba de complacerle. ¿Contradicción?; ninguna. El gesto de funámbulo estaba demostrando que el Alarcos académico era perfectamente compatible con otros Alarcos, o con otros modos de seguir siendo Alarcos, a los que no estaba dispuesto a renunciar.
A fuer de diverso, Emilio Alarcos, aquel pozo de ciencia nunca oscuro, podía llegar a ser muy divertido. Creo que a él, que tenía sobrados motivos para estar seguro de que la obra del sabio iba a perpetuar su memoria, también le hubiese gustado que no se perdiera su legado de alegría.
Es posible que ese aspecto lúdico y a rachas travieso de su persona procediera del mundo de la infancia, todavía muy vivo en su memoria y en su sentimiento. Al cabo de los años, Alarcos seguía reconociéndose en el niño que había sido. En una rememoración de los días de la infancia, tras considerar la posibilidad de que la vida no hubiera sido más que un sueño, escribió estas afirmativas palabras, que desconstruyen al personaje con justificada fama de escéptico: "Pero yo sé, sin ninguna duda, que todo esto es verdad, y que yo soy yo, el niño... empeñado en perdurar en mi ser, a pesar de las circunstancias siempre mudadizas, ora adversas, ora favorables ..." De aquel niño empeñado en perdurar quedaron en el hombre, además de sus habilidades circenses, un positivo y sorprendente punto de candor que los desengaños no lograron desvirtuar, y una persistente capacidad de entusiasmo admirativo ante ciertas realidades -libros, paisajes, amigos- que suele marchitarse con la edad. Sin la curiosidad propia del niño, sin su terco preguntar el cómo y el porqué de todas las cosas, no se explicarían bien los hallazgos del sabio profesor.
Y así era Emilio Alarcos: un hombre que tuvo la rara facultad de cumplir años sin dejar de ser joven; una persona única, rica y diversa en sus múltiples aspectos, y la vez constante y firme en el ejercicio de ciertas cualidades que ya he señalado. La bondad, la inteligencia y la honestidad, virtudes que pocas veces se dan juntas en una misma persona, imprimieron carácter permanente a todo lo que hacía y a la manera en que lo hacía.
La proyección hacia los demás de esas cualidades no siempre tuvo las consecuencias que sería de desear. Apacible por temperamento, Emilio Alarcos no fue, o no quiso ser, enemigo de nadie. Y sin embargo, aunque era muchísimo mayor el número de sus amigos, tuvo enemigos: pocos, pero malos. La inteligencia y la honestidad son propiedades que suelen irritar a quienes no las tienen. La primera despierta envidias; la segunda genera incomodidad, extrañeza: puede ofender. Por esas razones, a Alarcos, que nunca persiguió prebendas ni privilegios y reclamó -si es que reclamó algo alguna vez- sólo lo que en justicia le correspondía, le regatearon reconocimientos que sin duda merecía, a veces por procedimientos muy dudosos: por sus enemigos lo conoceréis.

ángel GONZáLEZ
de la Real Academia Española