Milagro en Estocolmo
En achaques de arte contemporáneo, resulta fácil dar gato por liebre. Pero esto es sólo una parte, y no la peor. La broma de Ahman ofrece paralelos intrigantes con la otra gran broma de este final de siglo
Todo el mundo está al tanto de lo ocurrido en Estocolmo. La Administración municipal no ha querido apoquinar los fondos que tenía prometidos a Jan Ahman, comisario de arte y director de la fundación "Färgfabriken", y éste ha celebrado en represalia una exposición inventada. Es decir, apócrifa, y montada sobre la marcha por voluntarios escogidos más o menos al azar. La crítica ha abierto dos palmos de boca, y ha puesto la exposición en los cuernos de la luna. Luego, al descubrirse el pastel, han venido las carcajadas por un lado, y las protestas del otro. ¿Alguna conclusión?La más inmediata es que, en achaques de arte contemporáneo, resulta fácil dar gato por liebre. Pero esto es sólo una parte, y no la peor. La broma de Ahman ofrece paralelos intrigantes con la otra gran broma de este final de siglo, conocida ya como "el affaire Sokal". Sokal, un físico teórico de la Universidad de Nueva York, envió a una famosa revista americana un artículo repleto de disparates ampulosamente repujados en el idioma posmoderno, y la revista lo publicó a bombo y platillo. El error intelectual de los editores no fue meramente técnico; fue más radical. Entre un artículo de punta donde se han falseado los datos, y un artículo carente de la sintaxis científica más elemental, se aprecia una diferencia decisiva. En el primer caso, el falsario construye su fraude dentro de un discurso ordenado, mientras que en el segundo demuestra, al subvertir toda disciplina y aun así salir bien librado, que el discurso no existe. Los editores posmodernos se condujeron lo mismo que un gourmet de pega que, ante un objeto de hechura desconcertante, no sabe muy bien qué hacer, si comérselo o llevárselo a la oreja para sostener una conversación telefónica. Revelaron, en fin, hallarse en la desorientación más absoluta, en un grado cognitivo cero anterior al pensamiento inteligente.
En ese lindero peligroso se halla con frecuencia el arte contemporáneo más rompedor. La exposición de Ahman contenía, como otras muchas de su género, instalaciones, aglomeraciones de objetos que el espectador sólo puede aceptar como arte si ha sido previamente advertido de que se trata, en efecto, de arte. El aviso ha de preceder al acto de contemplación estética. Lo que es muy raro. Incluso concediendo, como es de rigor, que la actividad expresiva aloja elementos irreductiblemente convencionales, y que nos afecta de modo por entero distinto a aquel en que operan sobre nosotros un catarro o una apendicitis, cuesta trabajo, muchísimo trabajo, hacerse a la idea de que las propiedades perceptibles del objeto artístico son en esencia secundarias. Todavía en tiempos de Wagner no era preciso estar en antecedentes para distinguir un ruido casual del "Anillo de los Nibelungos".Cuando la confusión empieza a ser concebible en el dominio de la expresión, es que ha tenido lugar un síncope profundo.
Desde principios de siglo, más o menos. Desde Duchamp, quien decretó, no se sabe aún si en serio, que el valor del arte reside enteramente en los propósitos del artista, y que basta bautizar algo como arte para que sea arte. Les relataré el destino curioso de los dos primeros "ready made" de la historia, un botellero y una rueda de bicicleta. Ambos habían sido elevados a la categoría de obras de arte por Duchamp en 1913, poco antes de su marcha a los Estados Unidos. Año y pico más tarde Suzanne, la hermana y alma gemela de Marcel, al limpiar el estudio de éste, se tropezó con dos trastos viejos y los arrojó a la basura. ¿Había destruido dos obras de arte, elevadas a la condición de tales por una irreversible y remota decisión de Marcel, o habían recuperado el botellero y la rueda el carácter de objetos anónimos tras dejar su autor las tierras de Francia y no quedar ya testigos del acto de bautismo original? Delego la solución del enigma en los expertos que actualmente pueblan la profesión.
Concluyo con una cita de Gombrich, que Jean Clair pone en su último libro: "Los progresos de la ciencia moderna son tan sorprendentes que experimento un ligero azoramiento cuando escucho a mis colegas universitarios discutir sobre el código genético, mientras que nosotros, los historiadores de arte, seguimos partiendo los pelos por cuatro porque Duchamp envió un urinario a una exposición. Deténganse a considerar la diferencia de nivel intelectual, y verán que hay algo que no funciona aquí."
álvaro Delgado-Gal