El viaje vertical
Enrique Vila-Matas
14 febrero, 1999 01:00Al día siguiente de celebrar sus bodas de oro, Federico Mayol, septuagenario, nacionalista y sentimental, abandona su casa. Su vida. Su mujer no le aguanta más y son sus amigos quienes se lo dicen: "Te conviene, te conviene, te conviene un viaje". Y Mayol se va. Es "El viaje vertical", de Enrique Vila-Matas, que publica Anagrama la próxima semana.
Q uiso la casualidad de la calle -ya dije que las calles son un lugar ideal para las casualidades que ofrece la vida moderna- que en la ciudad de Oporto, en un momento en que llovía a cántaros, hallándose al amparo de un portal cerca del Hotel da Bolsa, en la Rua Ferreira Borges, el hijo de Pablo -es decir, el sobrino de Mayol- tuviera repentinamente una visión parecida a la más extraña de las alucinaciones. No duró más que un brevísimo lapso de tiempo, pero Pablo -se llamaba así, igual que su difunto padre, el hombre que se había enamorado de Oporto- quedó vivamente impresionado. Le pareció haber visto pasar, andando bajo la lluvia, a Federico Mayol, a su tío Federico. Le vio pasar hablando solo, como un demente, ofreciéndose impasible a los chorros de agua que descendían de los aleros.Todo sucedió en la brevedad de un instante y poco después el fantasma de Mayol dobló una esquina y se perdió por las calles de Oporto, pero a Pablo le quedó la sensación de que acababa de ver pasar a su tío o a alguien en cualquier caso muy parecido a él -esto último es lo que pensó Pablo que era lo más probable, pues llevaba una resaca de alcohol impresionante-, muy parecido a aquel hombre que se había pasado la vida diciendo que se parecía a George Sanders. Como hacía treinta años que no lo veía salvo en borrosas y contadas fotografías -Pablo tenía doce años recién cumplidos cuando tía Julia y tío Federico visitaron en Oporto a sus padres-, llegó a la conclusión de que aquella extraña visión había sido un producto de su resaca y lo más parecido a una de esas repentinas apariciones de parientes muertos que a veces se infiltran en nuestros sueños. Pero ¿y si era de verdad su tío Federico? Porque, que él supiera, su tío no había muerto, seguía vivo, casado con tía Julia en Barcelona. Pero no, no podía serlo. Parecía una locura creer que su tío, hombre cabal y de costumbres rectas, andaba hablando solo bajo la lluvia y, además, en Oporto. Pablo iba a tardar todavía un tiempo en enterarse -lo haría en Madeira- de que ese día bajo la lluvia había visto realmente a su tío de Barcelona. Por raro que pudiera parecer, ese día en el que Pablo, por asuntos de negocios, se encontraba en Oporto, también en esa ciudad estaba, por asuntos bien distintos, su tío Federico. De modo que Pablo supo en Madeira que el errante fantasma que había visto pasar por delante de un portal de Oporto había sido casi con toda certeza un fantasma pero al mismo tiempo un ser real, nada menos que su tío, aquel que antaño había sido un señor cabal.
P ero volvamos ahora un poco atrás, vayamos a la tarde del domingo en que Mayol, en su casa de Barcelona, estaba a la espera de que llegara la hora de salir hacia el aeropuerto para tomar el avión a Oporto. Ya casi fuera de lugar incluso encontrándose sentado en el sillón de toda su vida, Mayol, en la tarde de ese domingo en que iba a viajar a Oporto, se quedó medio adormecido mientras se decía que, si había justicia en este mundo, tenía que existir la luz extrema de una ciudad crepuscular en la que las gaviotas se posaran sobre las aguas de un puerto especialmente acogedor con aquellos seres que, como se extraviaban sin remedio en el ocaso de sus días. Esa ciudad tal vez era Oporto, pronto lo sabría.
El equipaje, nada exagerado, descansaba en un rincón del recibidor. La televisión estaba encendida y cuando Mayol volvió en sí, cuando regresó de su incursión en la luz extrema de la ciudad portuaria, sintió clavada en la nuca la mirada de odio de su mujer. Empezó a practicar como un desesperado el deporte del zapping, tratando de rehuir como fuera la desagradable sensación de tensa espera que estaba precediendo al momento de su partida.
-No te preocupes -dijo Mayol-. Me voy dentro de una hora y te dejaré tranquila para que puedas saber por fin quién eres. No tardo en marcharme, pero al menos déjame despedirme de mi sillón de toda la vida.
-Para que puedas saber por fin quién eres... ¿Hasta el último momento vas a ser irónico? Me parece que no has entendido nada.
-¿Y qué quieres que haga?
Su mujer fue hacia donde él estaba y, situándose a su lado, le hizo una pregunta con la que Mayol no contaba.
-¿Y puede saberse qué diablos se te ha perdido en Oporto? ¿Por qué te vas a vivir allí? ¿Realmente te vas a instalar en esa ciudad? No, no puedo creerte. Seguro que planeas algo. Pero, en cualquier caso, has de saber que nadie te ha dicho que dejes Barcelona.
-Dices que te parece que yo no he entendido nada. Pero es ahora cuando realmente no te entiendo, no te entiendo.
-Ni falta te hace -dijo entonces Julia al tiempo que descolgaba el teléfono y marcaba el número de su hija María. Habló unos breves instantes con ella y después le pasó el auricular a Mayol, que escuchó de su hija una inesperada oferta de última hora.
-No tengo inconveniente, papá, en que te instales en mi casa hasta que amaine el temporal.
S u hija le explicó que había hablado con su marido y que ambos estaban de acuerdo en que no había problema alguno para que él se quedara a vivir en su casa. Tenían espacio de sobras y pensaban cederle un ala entera de su vivienda.
Mayol no sólo se había hecho ya a la idea de viajar a Oporto sino que hasta le atraía poderosamente la posibilidad de desplazarse a una ciudad extraña y aventurarse en lo desconocido. La oferta de su hija llegaba demasiado tarde y, además, las palabras de ella le habían hecho sentirse como una marioneta manejada por las mujeres de su familia. Era lo último que un hombre como él -patriarca destronado pero que a fin de cuentas seguía siendo patriarca- podía tolerar.
-Ya te puedes meter en el culo tu invitación -dijo Mayol perdiendo aparentemente los estribos, pero actuando de una forma infinitamente deliberada-. Puedo aceptarlo todo, menos que me tratéis como un pelele. Siempre me acusasteis de autoritario. Pues bien, voy a seguir siéndolo hasta el último momento. Y el último momento es éste. Me voy a Oporto a empezar una nueva vida. Y si no la encuentro en Oporto la buscaré en otro sitio. Pero no vais a volver a verme el pelo. Hablo en serio. Porque aquí mando yo, sigo mandando yo, y se hará, como siempre, mi voluntad. Y mi voluntad es marcharme.
Se oyeron unas leves protestas seguidas de un par de gritos al otro lado del hilo telefónico. Mayol colgó con autoridad herida y volvió al zapping, un cambio de canales frenético hasta que se detuvo en la televisión catalana, donde daban un partido de hockey sobre patines, la final de la Copa de Europa, que se estaba celebrando en aquellos momentos en Barcelona.
Quedaban treinta segundos para que terminara el encuentro y el Barcelona ganaba por cuatro a tres al Oporto. Mayol cayó en la cuenta de que lo más probable era que le tocara viajar con el equipo portugués vencido. No sucede todos los días, pensó Mayol, uno no siempre viaja en avión con formaciones recién derrotadas por el equipo de su ciudad. Pero con todo, lo más asombroso, lo que es menos normal, por no decir que no lo es nada, es que uno desde el sillón de su casa vea con toda claridad en la televisión los rostros de los anónimos pasajeros con los que tres horas después va a volar.
-Estás loco -le dijo su mujer cuando Mayol le comentó esto último.
-De loco nada. Seguro que viajo con esa gente. ¿O es que crees que está lleno de vuelos de Barcelona a Oporto? Mira, cállate por un momento. Mejor dicho, cállate ya para siempre. Tú y yo ya no tenemos nada más que hablar. Déjame que me fije en los rostros de esos deportistas que van a viajar conmigo. Me gustará reconocerlos al llegar al aeropuerto. Hasta soy capaz de pedirles autógrafos. Compréndeme, necesito hacer nuevas amistades.
C uando su mujer volvió a repetirle que estaba loco, Mayol decidió adelantar la hora de dejar su domicilio. Fue al recibidor, cargó con su equipaje y, sin mediar otra palabra, tomó el ascensor y, con una satisfacción muy superior a la que había previsto, inició el descenso hacia la portería.
Esto es el fin, pensó mientras bajaba en el ascensor. Y sintió que era un fin maravilloso, que se le ensanchaba de pronto el mundo. En ese descenso, en el breve trayecto de la séptima planta a la portería, se dedicó deliberadamente a hurgar en un recuerdo de su infancia. Se entretuvo evocando la mañana de verano en la que había despertado con unas ganas inmensas de escaparse de casa. Sus padres dormían, era muy temprano, y no había inconvenientes para escapar; no había inconvenientes salvo uno muy importante: sabía ponerse las botas, pero no tenía ni idea de cómo se hacía la lazada.
El ascensor llegó a la portería en el momento en que Mayol recordaba la alegría que le entró aquel día cuando logró hacer la maniobra, cuando en lugar de un simple nudo consiguió hacer la lazada. Querer es poder, pensó Mayol a propósito de aquel lance infantil. Querer es poder, repitió Mayol para sí mismo, y alcanzó la calle, detuvo un taxi, siguió pensando en aquel lejano recuerdo mientras se dirigía al aeropuerto. Querer es poder, volvió a decirse cuando entró en la sala de espera del vuelo a Oporto. Una hora y media después, veía aparecer, en formación compacta, al equipo de hockey derrotado. Les estuvo observando con aire aparentemente distraído -buscando no ser visto- y creyó reconocer a alguno de ellos, a los que más había visto en la televisión. Le pareció que en la pequeña pantalla tenían una aureola de jóvenes héroes derrotados que no alcanzaban ni por casualidad vestidos de calle o, lo que venía a ser lo mismo, vestidos con aquel uniforme ridículo que llevaban, se les veía con más dignidad en el televisor. Jugó a pensar cuál de ellos le gustaría que fuera nieto suyo, y de pronto se angustió al notar que había perdido cualquier tipo de sentimiento amoroso hacia sus nietos de verdad. En realidad, en muy poco tiempo se había desembarazado de muchos sentimientos que creía invulnerables. Salió de su angustia al decirse que, en el fondo, eso estaba muy bien. Después de todo, sus nietos no le habían querido nunca y, además, eran, desde todos los puntos de vista posibles, horrendos.
-Y la vista nunca me ha engañado -dijo Mayol en voz alta, no para llamar la atención, sino simplemente por el capricho de transgredir por primera vez en su vida las normas que se suponía que debía acatar un señor de Barcelona.
Al tener la sensación de que había hablado para él solo, repitió, esta vez con más potencia en la voz, la frase que él consideraba clave para que cualquier desconocido reconociera en él a un señor de Barcelona reconvertido en un hombre libre, que avanzaba hacia lo desconocido sin miedo alguno.
-Y la vista nunca me engañará -dijo pensando en su futuro, lo que le llevó inesperadamente a volver a pensar en aquella lejana lazada, pero en esta ocasión le asaltaron ciertas dudas con las que jamás había contado. Se preguntó si ese recuerdo no le estaba llegando cada vez más transformado por la memoria, se preguntó si en realidad podía llamarse recuerdo a aquel recuerdo.
Sin embargo, pensó Mayol, tuvo que existir un día en el que, sin la menor ayuda de nadie, me hice por vez primera la lazada. Le entró cierta angustia cuando pensó que le iba a resultar siempre imposible recuperar la infancia y que en realidad sólo estaba a su alcance recobrar los diferentes momentos de su vida en los cuales la había recordado, es decir los momentos en que había vuelto a pensar en esos recuerdos, variándolos fatalmente.
Por lo que he podido saber, en realidad puede afirmarse que poco antes, durante y algo después del vuelo, todo el viaje Mayol llevó como compañía esencial su preocupación repentina por el futuro de sus futuros recuerdos y ya no digamos por el futuro que habían tenido hasta aquel momento sus recuerdos.
Lo recuerdo todo, pensó Mayol, pero no comprendo nada. Tosió sin necesidad urgente de hacerlo y trató de pensar en otras cosas. Se dedicó a espiar de nuevo, esta vez sin el menor disimulo, al equipo de hockey derrotado. Miró de uno en uno a los jugadores por si podía averiguar qué sucedía cuando uno perdía en Barcelona y emprendía una trágica retirada. No observó nada especialmente relevante. Los jóvenes uniformados conversaban tranquilamente, comentaban noticias de los periódicos, de vez en cuando se gastaban bromas entre ellos. Mayol pensó que, en cuanto a retiradas trágicas, la suya era muy superior a la de la totalidad de las derrotas de todos los equipos portugueses vencidos a lo largo de la historia. Luego se preguntó por qué había pensado aquello tan raro. Y poco después reapareció su obsesión. Mañana, pensó, cuando recuerde mi primera lazada, ya sólo seré capaz de recordarla en función de cómo la recordé hoy.