Primera palabra

El contador de historias

7 marzo, 1999 01:00

Hortelano es sin duda uno de esos escritores a los que hay que releer, entre otras cosas porque tras su muerte se produjo como una dispersión inmerecida de su obra

La práctica de la relectura suele producir efectos contrapuestos, aunque muy rara vez dejan de ser fiables. Una de dos: o esa relectura mejora el texto ya conocido o, por el contrario, lo menoscaba. Los términos medios son infrecuentes en este sentido y hasta pueden llegar a ser sospechosos. Releer es, además, una ocupación que tiende a intensificarse a medida que pasan los años. Por supuesto que hay libros más propensos que otros a ser releídos, como también los hay sujetos al peor de los destinos literarios: el de esos escritores cuya obra desaparece al mismo tiempo que ellos, incluso antes, con lo que la posibilidad de una relectura queda muy restringida. Claro que no en todos los casos se trata de una pérdida justificada. Hasta puede tratarse literalmente de una estupidez.
Viene todo esto a cuento porque se ha empezado a reeditar -distribuida en 10 volúmenes- la obra literaria completa de Juan García Hortelano, una iniciativa que, amén de justiciera, me parece de lo más provechosa. Hortelano es sin duda uno de esos escritores a los que hay que releer, entre otras cosas porque tras su muerte se produjo como una dispersión inmerecida de su obra. Una obra ciertamente afectada -como cualquier otra- de altibajos, pero que, en sus fases de mayor fidelidad al propio modelo imaginativo, sigue conservando muy notables potencias literarias. Los jóvenes escritores actuales deben saber que los escritores que eran jóvenes hace un cuarto de siglo, recibieron del autor de Mucho cuento, antes que un magisterio literario en sentido estricto, ese otro magisterio que tiene mucho que ver con las buenas maneras del escritor.
Compartí con García Hortelano muchas experiencias políticas, etílicas, viajeras. Y muchas horas de diversión, entre las que no eran las menos vistosas las dedicadas a oírlo relatar de modo admirable sus particulares versiones de los hechos. De unos hechos fidedignos o inventados, que eso daba igual. Casi nunca hablaba de literatura, una deferencia muy de agradecer, si bien solía narrar por aproximación desfigurada algún asunto en trance de ser convertido en literatura. No frecuentó ninguna asociación de beocios, de modo que desdeñaba todas esas majaderías gremiales que circulaban por ahí y que, en cierto modo, le proporcionaron la malicia necesaria para cultivar sagazmente la ficción. Yo creo que eso se advierte no más iniciada una relectura apacible de sus narraciones más autosuficientes.
García Hortelano fue pues un extraordinario contador de historias. Le gustaba mucho hacerlo, enseguida se le notaba. Que yo recuerde, sus más reconocibles rivales podían ser Juan Marsé o Carlos Casares, otros dos consumados cuentistas de viva voz. Pero nunca incurrieron en ninguna competencia desleal. No iban por ahí las reglas del juego. Lo que sí ocurría siempre es que si algún interlocutor empezaba a relatar un episodio que Hortelano conocía, éste lo interceptaba de inmediato con un gesto benévolo y una frase tajante: "Déjame que yo lo cuente". En esa sola locución se sintetizaba un método de trabajo y una declaración de amor por la palabra. Porque lo que Hortelano contaba era siempre muy distinto a lo que podía contar cualquier colega, no por el asunto -claro- sino por los aderezos interpretativos y demás aliños del ingenio. Quizá por eso sus textos más inteligentes y divertidos coinciden, como obedeciendo a un preciso sistema de vasos comunicantes, con los monólogos exteriores de sus relatos.
La pericia de los cuentos hablados de Hortelano encontraba su más efectiva correspondencia en sus diálogos escritos. Muy pocos narradores gozaron de tan buen oído como él para hacer hablar a la gente a través de los aparejos de la ficción. Como detestaba el mal uso del éxito y los ringorrangos del escritor metido a corredor de fondo, nunca hizo nada por disimular su talento de diablo cojuelo en ejercicio, siempre dispuesto a conversar con los personajes a quienes sorprendía deambulando por la vida.
Tampoco renunció en ningún momento a sus vínculos más sutiles con la tradición oral. Bondadoso y malicioso a partes desiguales, provisto de un escepticismo que en modo alguno excluía la curiosidad, cultivador impecable de la ironía puntiaguda y la elegancia desaliñada, Hortelano fue sobre todo -y casi a su pesar- un auténtico paradigma de persona. Reiterarlo a estas alturas también es un buen ejercicio de equidad.
De modo que hay que releer a Juan García Hortelano, confabularse de nuevo con unos relatos donde se prodigan las mismas ofertas generosas que fundamentaron la vida de su autor: ese cuentista nato a quien le hubiese disgustado mucho la idea del epitafio como vanidad póstuma.