Primera palabra

Feos, brutos y malos

24 octubre, 1999 02:00

El problema es que en este infame mundillo cultural español, pervertido por mediocres, envidiosos y mangantes, nos conocemos todos; y en cuanto oyes silbar, interpretas con facilidad la partitura

Hace un par de meses, quienes por gusto o por oficio leemos los suplementos literarios de los diarios, dimos con una perla cultivada: un comentario crítico -naturalmente, destructivo- sobre una novela todavía inédita: Sed de champán, de Montero Glez. Una novela ni siquiera leída; pues, como puntualizó el editor en carta que fue publicada la semana siguiente por el mismo suplemento literario, hasta ese momento el manuscrito sólo había estado en manos del autor y en las suyas. Por fortuna para el autor, un novelista joven y novel, o casi, aquella crueldad gratuita no tuvo consecuencias; el libro se publicó semanas más tarde, y la acogida de la crítica y de los lectores ha sido excelente. Tuvo suerte, y sobre todo tuvo la oportunidad de que el verdadero árbitro de estas cosas, que es la gente que va y compra un libro, y se lo lee, y lo regala o recomienda a otra gente, le concediera su favor, y su aliento, y la posibilidad de escribir y publicar otra novela en el futuro. Tuvo suerte, desde luego; pero podía no haberla tenido. Y aquella crítica inicial, malintencionada y miserable, pudo terminar con todo antes de que empezara. Terminar para siempre.

De vez en cuando, Juan Manuel de Prada recuerda en público algo que le apunté una vez: esto es como una película de John Ford en la que te persiguen los indios y eres muy vulnerable al principio: cualquier flechazo puede matarte. Luego viene la fase de las palmaditas en la espalda y el tú llegarás, chico, hasta que los de las palmaditas descubren que les quitas sitio en la mesa de novedades. Entonces viene la segunda fase crítica, la de las puñaladas de los amigos que te abrazan tanteando en busca del quinto espacio intercostal. Pero luego, si sobrevives a eso, a medida que te mantienes en la silla y galopas cuanto puedes, ya no te alcanzan y puedes sentirte razonablemente a salvo, a menos que cometas un error. O lo que es más grave en literatura: un error después de otro error. A fin de cuentas, al editor francés del propio Prada, al editor alemán de Javier Marías o a mi editor norteamericano, por citar tres ejemplos de ahí afuera, les importa un carajo lo que opinen Santos Alonso, Baltasar Porcel o Ernesto Ayala-Dip.

El problema, en las fases iniciales y peligrosas, es en manos de quién estás. El lector aún no conoce al autor, y para que realice el acto de comprar un libro suyo necesita intermediarios: desde una portada atractiva o un buen texto de solapa, a una crítica que lo aconseje y lo oriente; que informe sobre la existencia del autor y del libro, y aporte datos esenciales. Las dificultades vienen cuando esa crítica intermediaria pertenece a cuatro de las cinco especies conocidas: la irresponsable, la resentida, la destructora, la clientelista y la seria. Las cuatro primeras, que a menudo se combinan entre sí, copan buena parte de la superficie útil de algunos suplementos literarios españoles. De ese modo, la suerte de un escritor que empieza suele quedar a merced de una siniestra lotería. Y por cada crítica seria, documentada y con criterio -las hay numerosas, y son respetables aunque no siempre beneficien al autor-, uno se tropieza con una sucesión mezquina de vendettas personales, de odios balcánicos entre pandillas literarias, de compadreo descarado en plan "muy bueno lo tuyo" y "pues lo tuyo mucho más"; y sobre todo de adulación al poderoso, de ninguneo para quien no es de la misma cuerda, y de falta de generosidad o ensañamiento cobarde con el débil y el principiante. Salvo que el débil y el principiante, de modo ajeno a su calidad literaria o a la falta de ella, vengan avalados por nombres poderosos o por editores ejemplares: de esos que no necesitan gastar dinero en publicidad porque siempre hay un coro de palanganeros dispuestos a jalear cuanto publican, a cambio de una cena en el Palace, o porque abrigan la esperanza, tarde o temprano, de hacer también sus pinitos literarios en la editorial de marras.

El problema es que en este infame mundillo cultural español, pervertido por mediocres, envidiosos y mangantes, nos conocemos todos; y en cuanto oyes silbar, interpretas con facilidad la partitura. Pero el lector de infantería no controla las teclas del asunto, y cae en la trampa una y otra vez, manipulado en demasiadas ocasiones por lameculos y sinvergöenzas que utilizan el espacio de periódicos que no son suyos para medrar con descaro y ajustar cuentas personales; o tienen la osadía de reseñar un libro, no para dejar constancia de lo escrito, sino para contar cómo lo habrían escrito ellos, si se lo propusieran. Y en semejante contexto, que la suerte de un autor o de un libro dependan en España de críticos de la hondura intelectual de Juan ángel Juristo, de la honesta independencia y rigor de Miguel García-Posada, o del ameno ingenio del también presunto novelista Felipe Benítez Reyes -por citar sólo tres firmas de limpia ejecutoria-, es algo de una injusticia extrema. Pero, tal y como están las cosas, inevitable. Crítica, hablando en términos generales, cuya memoria cultural no se remonta más allá de las mesas de novedades -a excepción del pobre, manoseado y hasta sodomizado Faulkner: hay cariños que matan- y que, como toda ignorancia frívola, desprecia cuanto ignora; teniendo la osadía inaudita de juzgar, y a menudo condenar, un texto no por las lecturas, cualidades e intenciones del autor, sino a través de la estrecha tronera de las ausencias y limitaciones del propio crítico. Es muy significativo lo que contaba Sampedro al publicar La vieja sirena, cuando un fulano la despachó comentando que se notaba la influencia de Sinuhé el egipcio. "Ya ves -se lamentaba el querido abuelo-. Te pasas 60 años leyendo a Jenofonte, Homero, Tucídides, y a Apolonio de Rodas, y luego juzga tu libro un analfabeto que sólo ha leído Sinuhé el egipcio".