Primera palabra

Arte y poder

5 abril, 2000 02:00

¿Qué sucede en realidad con el Prado y su entorno? Tan discutible puede ser su exterior como su interior, pero lo que a todas luces nos "encocora" es su exterior, su innecesaria -más bien indeseable- incursión en la perspectiva

Cualquiera que tenga una mínima educación humanística, aunque no sepa griego ni latín, se decantará por una "cultura democrática". La vieja Grecia nos condicionó y sembró en nosotros el escrúpulo de que nada, en el terreno del espíritu y las ideas, nos esclavice desde el poder. Distingamos: "que nos esclavice desde el poder, cuando éste no traduce los deseos y hasta los sueños de la mayoría". En el terreno de la cultura el poder construye y destruye a tenor de cuáles sean los poderosos, Pericles o Tirano Banderas.

Fue Grecia la que nos otorgó el poder de juzgar a los poderosos, enjuiciar y discutir a los políticos, al tirano y al demagogo. Culturalmente el poder ha construido y demolido. Que toda cultura emane del poder es una monstruosidad que sólo pueden concebir los mitómanos del poder, entre los cuales hay muchos individuos "modernos" que lo creen. Ya dijeron los del PSOE hace unos años que la cultura española cambiaría bajo su mandato, hasta dejar el país de forma que no lo conociera "ni la madre que lo parió". Y es natural que haya cambiado, pero por su cuenta, no por las imperecederas y monumentales obras del PSOE. Lo mismo se puede decir del presente partido en el poder. En verdad, yo soy un rey en mi terreno exclusivamente doméstico y en semejante terreno no me fío ni de mi sombra. Quizá más prudentemente, en secreto, este partido en el poder piensa lo mismo, que "nuestro buen juicio y ponderación imprimirán un ‘cachet’ -el inconfundible ‘cachet’ del PP- en la cultura española contemporánea".

Por sus obras los conoceréis. Vengan, pues, las obras, pero la del Prado estaba por ver si se ceñía o no a lo ya enunciado respecto a lo que consideramos cultura democrática, aquello de que "no se nos esclavice desde el poder, cuando éste no traduce los deseos y hasta los sueños de la mayoría".

No, señores, no basta que digan "que sí" unas cuantas autoridades intelectuales y profesionales adictas al poder. El consenso hubiera debido ser más amplio, más general. Esas autoridades tan seguras de si deben someterse a otra prospección, en la que la cultura urbanística, histórica y social se exprese con entera definición.

¿Qué sucede en realidad con el Prado y su entorno? Tan discutible puede ser su exterior como su interior, pero lo que a todas luces nos "encocora" -digámoslo con una palabreja bien pasada de moda, pero muy gráfica- es su exterior, su innecesaria -más bien indeseable- incursión en la perspectiva que sólo con el tiempo ha ganado algo así como una entrañable unidad. Unidad también relativa, porque nada tienen que ver el Museo del Ejército, el Casón y la Academia con el exterior gotizante de la iglesia de los Jerónimos y su antiguo claustro, todavía al aire. El proyecto propuesto por el Prado, en lugar de cerrar y concretar más esa unidad, introduce una nueva ruptura, que todavía desbarata más el aceptado y amable paisaje. Ese "claustro al aire" es precisamente la sombra de arcos palaciegos o conventuales que "historizan" más ese paisaje y lo dotan todavía de un énfasis especial. Tendría yo que ser Ramón Gómez de la Serna -mi admirado escritor e ilustre ciudadano de Madrid- para sintetizar en unas cuantas imágenes acertadas cuál es "la cosa" inapreciable que el zafio proyecto de esa fachada cúbica viene materialmente a molestar. Que el señor Moneo sea un acreditado y laureado arquitecto de fama internacional no evita que a juicio de los entendidos en arte no se le considere un arquitecto artista, sino un divulgador de determinadas formas canónicas que han venido a definirnos lo moderno desde los tiempos de Mondrian. Limitadísima originalidad para dotar esa perspectiva urbana del complemento que necesita para enriquecerse y brillar. O continuar brillando. Lo que menos necesitaba ese trozo de historia era ese acto prepotente, que señala la escasa sensibilidad artística y social de todos los que "como un solo hombre", han decidido aprobar -y como lo más "políticamente correcto"- ese "acto de modestia iconoclasta" que significa lo moderno radical. Esa especie de "urinario impuesto y que no se puede excusar, porque es servicio público" ¡qué demonios! Como si no fuera más "radicalmente moderno" una fachada literario-surrealista dibujada por José Hernández o por Underwasser, pongamos por caso. Esas locuras de encargarle fachadas a los artistas se le podían ocurrir a Ludovico el Moro o a Lorenzo el Magnífico, pero estamos en democracia, en una democracia "pluscuamperfecta", es decir, tan compleja que puede abusar del poder y "mezclar churras con merinas", hacer que nos aguantemos y hacernos exclamar la eterna frase: "Paciencia y barajar".

En tiempos donde todos buscan tan "aguerridamente" su identidad, hay que zanjar de algún modo una polémica tan espinosa entre arte y poder.