Primera palabra

Ecoepifanías

17 mayo, 2000 02:00

Umberto Eco es un individuo tan clarividente como juguetón; tan escéptico como posibilista; tan profundo en su humanismo como extraordinario comunicador

Umberto Eco se nos ha ido convirtiendo en un autor de cabecera: siempre tenemos uno de sus libros al alcance de la mano. De la suya aprendimos a leer el Ulises de Joyce, entendimos lo que de libertad significaba la apertura de la obra, nos ayudamos para redactar la tesis, aspiramos a dar la talla del lector modélico, incluso admiramos cómo se podía escribir una novela policíaca a costa del segundo libro perdido de la Poética de Aristóteles. Y todo ello, sumidos en una apoteosis inimitable de eutrapelia y revelación. Eco es un individuo tan clarividente como juguetón; tan escéptico como posibilista; tan profundo en su humanismo como extraordinario comunicador. Nada humano le resulta ajeno. Pero, sobre todo, considera que la condición humana nunca es aislable de la sociedad, y que ésta nace de la comunicación. De ahí que la disciplina en la que hace converger el gran tronco de las Humanidades y el horizonte de la sociedad de la comunicación sea la Semiótica, a quien cumple estudiar la vida de los signos en el seno de la vida social.

Ese estudio lo realiza a partir de las epifanías, entendidas al modo de Joyce como toda revelación o manifestación de algo trascendente a partir de un hecho a simple vista banal; como verdaderas "metáforas epistemológicas" gracias a las cuales se puede, a la vez, describir lo real y definirlo a través del discurso. Eco, oráculo de la trascendente cotidianeidad.

Desde las profecías de Marshall McLuhan nunca han faltado los apocalípticos de la ruptura inevitable entre Humanidades y Comunicación de masas. Frente a ellos, el Umberto Eco humanista, semiólogo y hermeneuta, apunta que la tecnología electrónica y telemática puede representar finalmente el encuentro entre la Galaxia Gutenberg -es decir, la letra impresa, que aportó a la Humanidad su primera gran revolución tecnológica- y la Galaxia de la comunicación por impulsos eléctricos a través de las ondas (o de las redes digitales de fibra óptica). Hoy por hoy, a través de la computadora, que tiene aspecto de un televisor -el icono de la nueva civilización de la imagen-, lo que estamos recibiendo es sobre todo texto escrito. Es la síntesis posmoderna por la que la palabra se sustenta en lo que aparentemente representaba el instrumento de su enemigo audiovisual más peligroso.
Como buen medievalista, que comenzó su carrera en 1956 con una tesis sobre el problema estético en Santo Tomás de Aquino, Umberto Eco cree que el posmodernismo no es tanto un ciclo en la historia de la cultura como una categoría que se repite a lo largo de ella en momentos diversos. Sobreviene cuando el pasado nos condiciona hasta el chantaje, pues al tiempo que nos impide destruirlo nos obliga a revisitarlo sin ingenuidad. Para Eco, lo posmoderno se confunde, pues, con la ironía y con la amenidad, el alcaloide de toda su ingente producción literaria e intelectual hasta Kant y el ornitorrinco. Eco ha hecho suyo el lema de Palazzeschi "dejadme divertir", pero, según quedó apuntado, sus juegos se basan en la epifanía como forma de revelación. De ahí, por ejemplo, la sorprendente caracterización que hace de nuestra posmodernidad finisecular como una nueva edad media, con su neonomadismo, la inseguridad, los vagantes, el arte como bricolaje y lo que él denomina "la vietnamización del territorio". Porque al destilado humorismo que lo caracteriza hay que añadir una innata condición de polemista y, sobre todo, al recurso a la imaginación para el planteamiento de los asuntos aparentemente más abstrusos. Esta fórmula vale tanto para sus libros más sesudos como para esas pequeñas obras maestras de sus escritos minimalistas. Para homenajear al gran maestro de la Semiótica anglosajona, en Los límites de la interpretación Eco no duda en transcribir un diálogo ficticio entre un tal doctor Smith, profesor de Ciencias cognitivas, y un ordenador conocido como CSP, las iniciales de Charles Sanders Peirce. Y para salirle al paso a los apocalípticos, ironizando acerca de su pesimismo radical sobre el futuro de nuestra sociedad de masas, alienada y reificada, redacta la feroz diatriba "¿Dónde vamos a parar?" como si viviese en la Grecia clásica, en el momento en que un tal Platón aceptaba el imperativo de la industria cultural convirtiendo en diálogos ligeros su otrora profunda filosofía, y Aristóteles publicaba su "infame manual más reciente", la Retórica, que denuncia como un mero "catecismo de marketing".

Mas tanto divertimento no empece la denuncia, éticamente irreprochable, del escándalo que Jean Braudillard describía en Le crime parfait: el atentado contra el principio de realidad. La kermés mediática en que nos vemos inmersos está primando en exceso los aspectos representativos y simbólicos del proceso semiológico a costa de su auténtico fundamento: la realidad que debe ser representada. Umberto Eco se rebela también contra esta inversión de la causa y el efecto, exacerbada por el carácter intensamente semiótico de nuestra civilización de hoy, que él no ve ajeno al "pensamiento débil" de la posmodernidad. De no atajarse semejante proceso, esa seductora carcasa de los signos que nos bombardean por doquier, podría volverse totalmente autónoma, sin conexión con aquellas realidades a las que remiten. Perversión de la que el autor piamontés traza una regocijante caricatura en su Segundo diario mínimo, cuando hace una reseña crítica, con sólidos argumentos semióticos, de dos "obras plásticas y literarias" cuyo autor es el Banco de Italia, tituladas respectivamente Cincuenta mil liras y Cien mil liras, manifestaciones de la degradación artística contemporánea por cuanto en ellas se cumple el sino de "la obra como puro designio de sí misma", un puro derroche de inanidad detrás del cual todos dudamos que pueda existir algún valor concreto.