Primera palabra

Tiempo de creación

por José Antonio Marina

9 enero, 2002 01:00

José Antonio Marina, por Gusi Bejer

El mundo está interesante como nunca y terrible como siempre. Todos nos encontramos sometidos a un crucial test de inteligencia. ¿Jugaremos bien las cartas que tenemos, que son muchas? Cada día veo con más claridad que hay una "inteligencia compartida", una inteligencia de las colectividades. La inteligencia de una sociedad se define por la calidad de las relaciones que establece, el ánimo que dispensa, el modo como aumenta las buenas posibilidades de los ciudadanos, su capacidad para resolver bien los problemas. Los trágicos acontecimientos recientes reafirman mi convencimiento. No voy a hablar de política, sino de un concepto de cultura que defiendo desde hace mucho tiempo, y que la política ha puesto tristemente en el candelero. En los últimos tres meses hemos oído hablar hasta el aburrimiento del "choque entre culturas". ¿Qué se quiere decir con esta expresión? ¿Se trata de una guerra entre literatos, poetas, pintores o músicos? Evidentemente, no. Se trata de un enfrentamiento de creencias, sensibilidades, formas de vida, jerarquías de valores, costumbres, modos de amar y de odiar, de entender el pasado y el futuro, de entendernos a nosotros mismos. En efecto, todo eso es la cultura.

Los problemas culturales urgentes no se refieren a la muerte de la novela, la crisis del teatro, el alzheimer de las vanguardias, la caquexia de la filosofía débil, el rechazo popular a la música postdodecafónica, o el último cubo de Moneo. Todo eso no son más que quisicosas de las provincias artísticas. Los problemas culturales graves se dan en la globalización, en la decadencia del lenguaje, en los laberintos de la multiculturalidad, en la búsqueda, a veces asesina, de la identidad, en la quiebra de las formas de vida tradicionales, en el enfrentamiento entre el individualismo occidental y el grupalismo oriental, o entre la irreligiosidad europea y la religiosidad del resto del mundo. El gran problema es que tenemos que inventar formas nuevas de amarnos, de vivir en familia, de participar en política, de relacionarnos con pueblos ajenos, de conciliar la vida familiar y la laboral. Ante la magnitud de estos problemas, sometidos al vértigo de una historia acelerada, en una realidad cada vez más compleja, la única solución es crear. La inteligencia es nuestro único recurso.

No me refiero a deslumbradoras creaciones personales. No siento la nostalgia de ningún Renacimiento -que siempre han mezclado la brillantez superficial con la cutrez profunda- sino a una extensa y mínima creación cotidiana. De mis críticos neoliberales he aprendido la lección de Hayek, para quien el poderoso entramado de acciones individuales era el motor del progreso. Los modos de vida se construyen minuciosamente en los cuartos de estar, en las cocinas, en las alcobas, en los lugares de trabajo. Y es allí donde me gustaría implantar la voluntad de crear. Crear es hacer que algo valioso que no existía, exista. Nada más y nada menos. A una sociedad instalada en una confortable decepción, intoxicada por un equívoco sentimiento de impotencia, que a ratos sirve como diagnóstico y a ratos como excusa, me gustaría recordarle las posibilidades creadoras de todo ser humano.
En muchos encuentros, coloquios o clases, gentes bien intencionadas preguntan: ¿Y yo qué puedo hacer? La mejor respuesta es: ¿Y usted qué está haciendo? Cada vez que se favorece la mediocridad, se aceptan rutinas estúpidas, se conceden prestigios a indeseables, se huye de la claridad, se discute sin debatir, estamos empequeñeciéndonos. Y, lo que me importa más, estamos configurando una sociedad poco inteligente de la que todos saldremos perjudicados. La cultura se construye en un proceso de ida y vuelta. Cada uno de nosotros, con nuestros actos, elecciones, comentarios, colaboramos a la formación de vigencias sociales que una vez establecidas influyen sobre nosotros. Como lo que recibimos no se corresponde exactamente con lo que aportamos, nos parece que estamos sometidos a fuerzas extrañas, y que nada podemos hacer frente a las modas, los sucesos macroestructurales, las costumbres o las formas de vida. Sin embargo, nuestros hilos vitales han ayudado a formar el tapiz de la cultura. Elegimos sin darnos cuenta nuestros propios venenos.

Con frecuencia los problemas sociales nos parecen círculos sin salida. Los espectadores dicen que la TV es mala, pero las empresas de TV sostienen que se rigen por los índices de audiencia. Los padres se quejan de la poca eficacia de los profesores, y los profesores se quejan de la claudicación educativa de los padres. La gente desconfía de los políticos, a los que, sin embargo, elige. Está claro que los movimientos sociales tienen múltiples causas, pero una de ellas es la acción de cada uno de los ciudadanos. Y es ese protagonismo cultural, inventivo, ético, el que me gustaría reivindicar. La idea que tenemos acerca de nosotros mismos es un componente de nuestra propia realidad. Si decidimos concebirnos como creadores, tal vez sea posible invertir la ley de la gravedad.
En este comienzo de año no se me ocurre mejor consejo que recordar el poema de Goethe: "Desacostumbrarnos de lo vulgar, y en lo bello, noble y bueno vivir resueltamente". Es decir, creadoramente.