Primera palabra

Un teatro de arte

por Borja Ortiz de Gondra

16 enero, 2002 01:00

Borja Ortiz de Gondra, por Gusi Bejer

Salvo contadas excepciones, no hay entre nosotros lo que podría denominarse un "teatro de arte"; nos limitamos a fabricar productos culturales de consumo, que las distribuidoras colocan sin problemas en el mercado que monopolizan, pero nunca creamos experiencias plásticas e intelectuales que dejen huella

Si la vitalidad de un teatro se midiera por el número de espectáculos producidos, por la cantidad de festivales existentes, por las cifras de ocupación del público, en este principio de 2002 podríamos decir que nuestro teatro, como España, "va bien": se nos viene encima una avalancha de estrenos, el Festival Escena Contemporánea regresa a su cita anual y la gente sigue acudiendo a las salas.

Pero el teatro es mucho más que las puras cifras que alegran la vista a los tecnócratas ultraliberales del Ministerio. Cada teatro responde a un concepto de la cultura, a una idea de la vida pública y social, resulta un espejo de la colectividad. Que una ciudad como Madrid vea poblada su cartelera por espectáculos tan rancios como Aprobado en castidad, Eloísa está debajo de un almendro o Markitis es sólo un reflejo del mal gusto que en ella predomina, una coherencia absoluta con la estatua a la violetera de la calle de Alcalá. Por eso cabe decir que si introducimos los parámetros de la calidad, de la innovación estética, del rigor intelectual, nuestro teatro va mal, muy mal. Salvo contadas excepciones, no hay entre nosotros lo que podría denominarse un "teatro de arte"; nos limitamos a fabricar productos culturales de consumo, que las distribuidoras colocan sin problemas en el mercado que monopolizan, pero nunca creamos experiencias plásticas e intelectuales que dejen huella.

Frente a la estética y la práctica mayoritarias, quedan focos de resistencia, pequeños faros que se dirigen a un público más inquieto, con una mayor exigencia artística. Entre ellos, los dos que irrumpieron con más fuerza en los noventa fueron las salas alternativas y la nueva dramaturgia. Pasada ya una década desde que surgieran como esperanzas, cabe hacer un primer balance de sus frutos. La importancia que ha tenido el teatro alternativo en la renovación de los escenarios españoles está fuera de toda duda; al permitir experiencias estéticas que ningún otro ámbito, público ni privado, estaba dispuesto a admitir, se constituyó en el único espacio donde se ha podido arriesgar, equivocarse, innovar, investigar... Borrado del mapa el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas por una arbitraria decisión administrativa, y negándose el teatro público a cumplir la misión que le corresponde de mantener espacios de innovación y riesgo, las salas alternativas han dado cabida a las experiencias más inquietas e inconformistas. Sin embargo, empiezan a mostrar signos de agotamiento. Como su nombre indica, nacieron por reacción al teatro que se hacía, pues "alternativo" es un término que se entiende por relación a otro (se es alternativo a algo, no alternativo per se); hoy en día muchas de sus propuestas son tranquilamente asumidas por los teatros institucionales y comerciales, y además se ha llegado a crear una "academia" de lo alternativo, con sus códigos, sus estrellas, sus técnicas y su estética.

En general, estas salas van camino de convertirse simplemente en teatros de pequeño formato. No es de extrañar así que estén surgiendo últimamente minúsculos espacios que podríamos denominar "alternativos a las alternativas", cuya relación con el público, cuyo discurso estético y político, aún sin articular, parece oponerse al de sus hermanas mayores. En los próximos años, habrá que seguir muy de cerca este proceso embrionario. La nueva dramaturgia, tras haber sacudido el anquilosado teatro español en los noventa, se halla también en una encrucijada. Los textos más radicales apenas han tenido una traducción correcta en los escenarios, porque los directores no han sabido crear propuestas escénicas coherentes con las búsquedas textuales y los actores carecen de herramientas y formación para encarnar una escritura que se aleja del psicologismo sin caer en la abstracción formal.

Son aquellos creadores que escriben y dirigen sus propios espectáculos quienes más se están acercando a un discurso escénico coherente e innovador. Pero fuera de ellos, el fenómeno que se observa en la escritura es el siguiente: la dramaturgia española se está consolidando, sí, pero la que últimamente triunfa en los escenarios, en los numerosos premios existentes, en los festivales, es la más convencional, la menos arriesgada, la peor. No hay que apoyar a los autores españoles porque sean españoles, sino porque su escritura refleje el aquí y el ahora; que un dramaturgo esté vivo no significa que sea contemporáneo.

Mejor les iría a los responsables de teatros públicos y festivales si se pararan un momento a meditar sobre ello. ¿Dónde se encuentra entonces hoy un teatro de arte, un teatro que responda a las inquietudes sociales y políticas del público, un teatro que incorpore los avances estéticos de otras prácticas artísticas? Son contadas las ocasiones que tenemos de disfrutar de él, pero tampoco se puede decir que no exista. Lo hemos podido ver en este país gracias a las compañías ... ¡argentinas! Espectáculos como El pecado que no se puede nombrar, dirigido por Ricardo Bartís o Cachetazo de campo, escrito y dirigido por Federico León han sido revulsivo y ejemplo; todo creador teatral atento y exigente debería salir corriendo para Buenos Aires a fin de empaparse de la revolución artística que allí se está llevando a cabo. En resumen: como está ocurriendo en la geopolítica, también en el teatro el centro y la periferia están cambiando, aunque nuestros abades y talibanes no parezcan percatarse de ello.