Trad. Marta Aguilé. Mondadori. Barcelona, 2001. 213 páginas, 15’03 euros
Demitrios Tsafendas rompió su anonimato en de septiembre de 1966, cuando asestó cuatro puñaladas mortales a Verwoerd, primer ministro de Sudáfrica y arquitecto del apartheid. Hijo ilegítimo de un inmigrante griego y una africana, Tsafendas no era más que el "producto de un acto bestial" y contra natura. Para una sociedad que pretendía mantener incontaminada la raza europea, no existía delito mayor que el mestizaje. Ese prejuicio determinará que la vida de Tsafendas discurra entre la humillación y el rechazo. Su crimen no será considerado un atentado político, sino un acto de locura, y será recluido en un manicomio. Su peripecia ilumina la historia de un país que se constituyó sobre la discriminación de la mayoría. El asesinato del primer ministro sólo reveló la imposibilidad de organizar la convivencia, mediante la exclusión y la desigualdad.
A medio camino entre el reportaje y la autobiografía, El asesino utiliza recursos de diferentes géneros, creando un espacio donde la introspección convive con el análisis político o la memoria colectiva. Van Woerden refleja las insuficiencias de un cuerpo social corrompido por largos años de injusticias. El carisma de Mandela no evitará que la pobreza y la delincuencia ensombrezcan las libertades adquiridas. No es fácil encontrar una imagen que refleje ese estado. Van Woerden no encuentra otra que el vacío experimentado por Tsafendas al apuñalar al hombre cuyas leyes le condenaron a ser un bastardo.