Image: La casa del rojo

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Ensayo

La casa del rojo

Miguel Sánchez-Ostiz

16 enero, 2002 01:00

Miguel Sánchez-Ostiz

Península. 475 páginas, 13’52 euros

Igual que en muchas novelas resaltan de manera evidente ciertas vetas de autobiografía más o menos disimulada, hay libros autobiográficos, diarios incluso, en los que es fácil adivinar una especie de armazón novelesca que les da coherencia y sentido. Es el caso de La casa del rojo (Diarios, 1995-1998), del pamplonés Miguel Sánchez-Ostiz; autor de novelas que él mismo califica con frecuencia de ficciones autobiográficas, y que por lo que tienen de vida vivida en un entorno, el vasco-navarro, sometido a tensiones conocidas, le han costado algún que otro disgusto. Los elementos novelescos que contiene La casa del rojo son de otra clase: son esas pautas, esas líneas maestras, que la imaginación, la conciencia del vivir y la lucha que cada cual mantiene con sus circunstancias van imponiendo a nuestras vidas, hasta hacer que éstas resulten ininteligibles si no se les tiene en cuenta.

La novela que se narra en La casa del rojo es la de un hombre que intenta reiniciar su vida lejos (no demasiado) de una ciudad irremisiblemente unida a ciertos acontecimientos dolorosos del pasado. No es la crónica de un rencor. Al contrario, estos diarios dan cuenta de la lucha de su autor por mantener un delicado equilibrio entre las percepciones negativas (justificadas o no) que un hombre maduro pueda tener de su entorno y lo mucho valioso que haya podido arrimar a su peculio personal: lecturas, amistades, familia, paisajes, soledad bien vivida y páginas escritas.

Es muy de agradecer que estos diarios no intenten disimular los aspectos más desabridos de esa lucha. Que no se empeñen en mostrarnos a su autor en una pose de fingida ecuanimidad, desde la que despachar a gusto contra todos sin perder la compostura. Porque esta Casa del rojo contiene ideas y juicios de valor para todos los gustos, pero ninguno que juzguemos dictado por el simple afán (tan humano, por otra parte) de quedar bien.

El personaje al que, tras dos años de relativa soledad en un pueblo del Baztán, despedimos subido a una carroza de rey mago parece haber aprendido mucho en el camino. Las digresiones con que cierra el libro, su desesperado deseo de un entendimiento entre los bandos de una sociedad desgajada, parecen fruto de ese tiempo de reflexión, que no de renuncia a un mundo del que el diarista no ha dejado nunca de ser ruidoso y polémico habitante.