Primera palabra

La escuela del asombro

por Antonio Muñoz Molina

19 junio, 2002 02:00

Antonio Muñoz Molina

Las clases de ensayo las da Montaigne, las de métrica del soneto Quevedo o Góngora o Garcilaso o Borges; los secretos de la novela larga los imparten Tolstoi, Galdós, Thomas Mann, Dostoiewski, Proust

La mejor escuela de escritura creativa es también la más accesible, e incluso la más barata. No requiere inscripción ni matrícula, ni es preciso pagar mensualidad alguna, si bien cada alumno recibe un trato único -personalizado, como dicen los pedagogos y los anuncios de las escuelas de idiomas- y tiene a su disposición un claustro de profesores más brillante y variado que el de esos departamentos universitarios norteamericanos poblados de premios Nobel. Cada profesor está ilimitadamente a disposición del alumno que solicite su ayuda, sin horarios, lo mismo a media tarde que en la madrugada, y acude dócil y rápidamente donde el alumno lo desee, incluidos los lugares más recónditos, los más improbables. Su paciencia no se agota nunca, y la brillantez de sus explicaciones jamás resulta empañada por el mal humor o por el cansancio. En esa escuela, las clases de ensayo las da Montaigne, las de métrica del soneto Quevedo o Góngora o Garcilaso o Borges, y éste último, junto a otros, se encarga también de la asignatura de relato breve; los secretos de la novela larga, de la novela larguísima, los imparten Tolstoi, Galdós, Thomas Mann, Dostoiewski, Marcel Proust: el profesor de las formas más lacónicas es Augusto Monterroso; las clases de narrativa policial las dan personalmente Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Georges Simenon, Patricia Highsmith; de instruir en la perspicacia para la observación de los hechos comunes y de la gente más familiar se ocupa Jane Austen; y hasta el huraño James Joyce puede compartir con Chejov la enseñanza de esas historias breves en las que sucede todo aunque parezca que nada está sucediendo, y animar a quien se atreva a romper las reglas convencionales del discurso para atreverse a imitar el flujo musical y caótico de un monólogo interior, que tal vez sea más preciso llamar corriente de conciencia.

He nombrado a una mínima parte de profesores posibles en esta escuela sin aulas, sin horarios, sin limitaciones espaciales ni temporales, en la que ni siquiera la muerte hace varios siglos de un profesor es obstáculo para que reciba uno sus enseñanzas. Para asistir a ella sólo se necesita una biblioteca personal medianamente surtida, y ni siquiera eso, tan sólo una decente biblioteca pública. El aprendizaje será de algo más de provecho si en ciertos casos se siguen las lecciones de los profesores en su propio idioma, pero esta condición tampoco es imprescindible, a no ser, me temo, en las clases de poesía. Se puede ingresar en la escuela a una edad muy temprana, pero también puede ocurrir que se llegue a ella después de la mitad de la vida: lo que sí conviene saber es que el aprendizaje no acaba nunca, y que si alguien tiene la sensación de saber ya todo lo que necesita está cometiendo un error tan grave que puede arruinar el porvenir de sus estudios.

Pero en la escuela no sólo se enseña literatura de ficción, aunque el alumno quiera dedicarse prioritariamente a ella: se procura estimular la atención hacia otras artes, la pintura y la música, sobre todo, y también hacia saberes que fomenten el asombro ante la complejidad infinita del mundo, que ni la imaginación ni el capricho ni las ficciones humanas pueden contener. Profesores muy seleccionados de Historia enseñan al alumno los destinos bizarros de quienes vivieron en otros lugares y otros siglos, y comprobará, descubriendo sus avatares, que no hay vida humana que sea exactamente igual a otra, y también que no hay nada nuevo bajo el sol, según dice el Eclesiastés. Divulgadores científicos de talento -Oliver Sacks, Stephen Jay Gould, Richard Dawkins, entre otros- le enseñarán que en los hallazgos de la ciencia se esconde una poesía no menos alucinatoria y esclarecedora que en las alegorías metódicas de Dante o en las visiones opiáceas de Allan Poe o Arthur Rimbaud, y también que las palabras, bien usadas, pueden tener casi la precisión de un dibujo botánico. Uno de los más respetados profesores de precisión de la escuela es Josep Pla.

Leer y escribir no son las únicas asignaturas de esta escuela: en ella también se advierte que en algunos casos hace falta dejar los libros a un lado y olvidarse de la literatura para dedicarse a una atención a la vez exigente y perezosa a las facetas en apariencia más triviales de la realidad, con ejercicios prácticos como observar una por una a las personas que viajan junto al alumno en un vagón de metro o espiar las conversaciones de los parroquianos que toman cañas a mediodía en un bar.

Las técnicas específicas del dibujo, de la representación en perspectiva, se tardan años en aprender, igual que la técnica y el lenguaje de la música: pero los saberes equivalentes en la literatura -el uso consumado de la lengua, la habilidad para contar algo o inventar una mentira- los posee cualquiera antes de salir de la infancia. De vez en cuando me encuentro en un aula frente a un grupo de personas que quieren aprender el oficio de la literatura, y casi la única cosa que yo creo que está en mi mano transmitirles es el valor de la curiosidad y el asombro, el entusiasmo por un trabajo que también, en parte, es un juego, por una disciplina que para lo mejor que sirve muchas veces es para abandonarse a los hallazgos del azar.