Primera palabra

La cólera del niño Dios

por José Luis García Martín

3 julio, 2002 02:00

José Luis García Martín

En la polémica personal, a Juan Ramón Jiménez no le ganaba nadie. Si era muy bueno en la caricatura lírica, cuando era malo, era mejor: sus caricaturas crueles no tienen parangón en la literatura española

¿Cuántos Juan Ramón Jiménez hay en Juan Ramón Jiménez? De él puede decirse, con tanta razón como de Pessoa, que era menos un escritor que toda una literatura. Desde su muerte, y va a hacer medio siglo, no hay año que no nos sorprenda con un nuevo cargamento de inéditos. Apenas Emilio Ríos acaba de reconstruir Con la rosa del mundo, un libro que soñó largos años y nunca pudo tener entre sus manos, cuando El Cultural nos ofrece una abundante muestra inédita de las aceradas, ingeniosas, venenosas espinas que acompañaban a esa rosa.

Pocos poetas tan conscientes de su valor. En Juan Ramón de viva voz, Juan Guerrero Ruiz -el Eckermann de este Goethe- ha dejado minuciosa constancia de la buena opinión que el poeta tenía de sí mismo y de su escasa paciencia con quien no la compartiera.

Juan Ramón Jiménez presumía de estar al margen de la vida literaria, pero pocos poetas más alerta. Insomne y solitario, invisibles hilos de araña le ponían en contacto con las tertulias de los cafés, las redacciones de los periódicos, los talleres de imprenta, la remota revistilla de cualquier aislado grupo juvenil. No se susurraba su nombre sin que llegara a sus oídos, no había alusión que le pasara inadvertida. Y pobre del que se permitiera la más pequeña ironía en torno a su persona o a su obra. Juan Ramón respondía siempre, y con toda su artillería. Y en la polémica personal no le ganaba nadie. Si era bueno, muy bueno, en la caricatura lírica (y ahí están sus Españoles de tres mundos para demostrarlo), cuando era malo, era mejor: sus caricaturas crueles no tienen parangón en la literatura española. ¿Cómo olvidarse de ese Pedro Salinas, "sufragista encaprichada", que "arrolla y entierra la alfombra con sus pezuñas de buey"? ¿O de la definición de Cántico, "caja de mazapán toledano: gusta mirarlo, pero da angustia comerlo"?

Pero la pieza mayor de esta espléndida colección de inéditos es la semblanza de Antonio Machado, "ente de trasmuros". Escrita en La Florida, poco después de conocer la noticia de la muerte del poeta, no hay en ella nada de la blanda retórica a que tan propicia era la ocasión. Todo lo contrario. Nos imaginamos el escándalo que habrían producido estas páginas entre la beatería de izquierdas que comenzaba a congregarse en torno al mártir de Colliure. Juan Ramón Jiménez nos lo presenta humano, demasiado humano, grande y torpón, bonachón y antiguo, ratonil devorador de papel. Y a pesar de todo, cuánta lucidez crítica en estas páginas. Qué atinado subrayar lo mejor de Machado, "misterioso y silencioso", aquellas secretas galerías de su primer libro, los lienzos de la tarde, el agua de una fuente que canta y cuenta verdades eternas en una plazuela provinciana. A Juan Ramón Jiménez le disgustó el realismo acartonado de Campos de Castilla. Tras la acrítica veneración de posguerra, hoy sabemos que tenía razón: el mejor Machado estaba en otra parte, en el principio y en el final, en las rimas pobres de Soledades y en el erotismo metafísico de Abel Martín.

Es posible que a algunos admiradores del poeta Juan Ramón -el de los modernistas jardines lejanos, el esencialismo de Piedra y cielo o el lúcido flujo de conciencia de Espacio- les desagrade el impiadoso polemista. él afirmó una y otra vez que siempre se limitó a defenderse, que nunca comenzó ningún ataque. Y es posible que tuviera razón.

Pero la perdía a menudo en sus excesos. Eugenio d’Ors, en una de sus glosas, se permitió burlarse de su afición al violeta y a la letra jota, color y letra "de una especial cursilería gratuita y epicena". La respuesta está llena de vengativas hipérboles que encierran mucho de verdad. Pero no parece que sea cierto que d’Ors aconsejaba añadir a las páginas o la portada de cualquier folleto "una orla gris, amarilla o violeta", mientras que Juan Ramón era partidario de la simplificación, de la desnudez. A la simplicidad, también a la simplicidad tipográfica (léase su semblanza del maestro tipógrafo Ceferino Gorchs), se dedicaron muchas glosas, como las reunidas en Europa: "En 1920, la verdadera aristocracia de la conducta no puede tener otro nombre que simplicidad". Vuelve a ello en varios pasajes del último glosario, cinco fértiles tomos que la editorial Comares acaba de rescatar de las olvidadas y denostadas páginas de Arriba.

Han pasado los años, y afortunadamente, ya no tenemos que tomar partido a favor de Juan Ramón y en contra del "trust" (así lo denomina Juan Guerrero Ruiz) que luego se llamaría generación del 27, o a favor de Guillén y Salinas y en contra de quien podría estar cansado de sí mismo, pero nunca tuvo ninguna duda sobre su genialidad. Juan Ramón era quizá tan megalómano y tan intransigente como proclamaban sus detractores, pero pocas veces megalomanía e intransigencia estuvieron tan justificadas. Durante medio siglo la poesía española giró en torno suyo, estuvo con él o contra él.

Más de una vez fue injusto (aunque nunca del todo), pero ahora lo que queda de aquellas injusticias es su relampagueo de dios airado, wagneriano espectáculo retumbante y tenebrista. Y es que en literatura la maldad inteligente es siempre preferible a la bondadosa bobería.