Primera palabra

Dejémoslo en juego

por Albert Boadella

12 septiembre, 2002 02:00

Albert Boadella

Actualmente los únicos dioses intocables en el mundo occidental son algunos protagonistas de las disciplinas artísticas, los demás, o sea, los mitológicos, se hallan en el más absoluto descrédito. La obsesión del artista actual es que todo aparezca a partir de su endogamia, el resto es secundario

En los 40 años que llevo jugando en el teatro, nunca llegué a sospechar que las escenas con mayor poder de irritación para determinados espectadores estuvieran relacionadas con los supuestos genios de las vanguardias. Cuando en París algunos exquisitos franceses abandonaban la sala durante las parodias de Mondrian, Pollok, Picasso o Miró que se ofrecían en la obra Daaalí, una sensación de irresistible placer recorría mi cuerpo al percibir que esta vez no me había equivocado de dioses.

En el llamado lenguaje mediático, se ha generalizado de tal forma los términos "creación" y "creador" para señalar las realizaciones artísticas y sus constructores, que hoy el más discreto practicante en estos terrenos se autoproclama creador y se queda tan tranquilo. Pero el asunto no sólo se reduce a una cuestión semántica sino que en este caso el hábito hace al monje, y cualquier indocumentado, por el hecho de plasmar algún garabato o aporrear un teclado se encuentra en la obligación de sentenciar sobre la vida y la muerte con la propiedad que le otorga semejante escalafón. Desde los cocineros a los modistos pasando por los diseñadores de taburetes, todos participan del nuevo Olimpo. Esta simbiosis con el creador del universo no es baladí, porque actualmente los únicos dioses intocables en el mundo occidental son algunos protagonistas de las disciplinas artísticas, los demás, o sea, los mitológicos, se hallan en el más absoluto descrédito.

La obsesión del artista actual es que todo aparezca a partir de su endogamia, el resto es secundario. Sus pensamientos, sus fantasías, su imaginación, sus obsesiones o delirios constituyen el mensaje esencial de unas "creaciones" destinadas a la pública adoración. La reciente muerte de un famoso escultor dio lugar a toda clase de especulaciones sobre el divino poder del creador y así pudimos escuchar de significados dirigentes culturales frases tan comprometidas como "escultor del aire" o "poeta del espacio". Unas afirmaciones que bien hubieran podido merecer alguna protesta de la conferencia episcopal, pues en el pasado, sólo Dios poseía semejantes virtudes. Es evidente que la vanidad ha sido a menudo el impulso que ha llevado muchos hombres por los senderos del arte, pero precisamente por ello los profesionales mediáticos deberían afinar con mayor precisión su terminología descriptiva y no seguir encumbrando los inevitables delirios de grandeza del gremio. En definitiva, quizá sólo se trataría de volver por los caminos de la sensatez a fin de no participar diariamente como comparsas en la entronización del rey que pasea desnudo.

Ante la petulancia del termino "crear" propongo la sutilidad del verbo "desvelar". Significa simplemente, devolver a la luz lo ocultado. Se trata de conseguir que aparezca como auténtico, o como una simple realidad, aquello que no percibíamos previamente y acaba plasmándose en la obra con la luminosidad de lo evidente. El hecho de que no descubriéramos su presencia hasta el momento de la ejecución de la obra es irrelevante, puede ser a causa del olvido, los tabúes, la dificultad técnica o el simple azar, pero la verdad se halla siempre presente y su contemplación sólo depende de que aparezca alguien o algo que la materialice.

Unas manzanas y unos cacharros están sobre la mesa, se trata en principio de algo que consideramos real pero la sabia artesanía de Paul Cezánne los transforma en pintura. Su utilidad o su función comestible dejan de ser relevantes porque un nuevo valor oculto de las frutas, los objetos y el lugar emerge a la luz. ¿Pero se puede afirmar que no existía antes esa nueva realidad superior que se nos presenta en el cuadro de forma indiscutible? Bajo esta versión el artista sería sólo un cicerone que nos hace traspasar lo aparente y la obra surgiría gracias a la habilidad técnica de un individuo dotado para interpretar la realidad profunda que ya existía de antemano. Todo se halla a nuestro alrededor, solamente se trata de encontrarlo. Es el apasionante juego del arte.

Quizá cabría analizar las razones por las que en nuestro país no se utiliza el verbo jugar para referirse a determinadas prácticas artísticas como la música o la interpretación escénica, y en su lugar, se utiliza el verbo trabajar, un vocablo que arrastra connotaciones algo mortificadoras. Obviamente, me refiero al juego en su versión de universo vital practicado con la misma intensidad emocional de nuestra niñez. La petulancia que conlleva la apropiación de los términos "experimentación" o "riesgo" para justificar un ensayo generalmente indocumentado, se hallaría mucho más próxima a la verdad si admitiéramos que se trata de simples juegos de azar.

Esta deformación semántica de mi gremio me llevó un día a preguntarle al gran artista torero Manolo Vázquez: "¿Maestro, las tardes en las que trabaja...? No pude seguir. El matador me cortó visiblemente irritado: "¡Yo no he trabajado en mi vida!" Si un hombre enfrentado a una fiera salvaje de media tonelada considera que su arte es sólo un juego, ¿qué términos vamos a utilizar los que simulamos la realidad sobre una tarima, los que la representan en una tela, en un trozo de barro, en un papel o rascando las cuerdas de un violín?