Primera palabra

Escritores en limpio

por Ricardo Senabre

26 septiembre, 2002 02:00

Ricardo Senabre

Lo peor no es que las obras sean incompletas. Lo grave es que sobren, que incorporen páginas que el autor no escribió jamás. Creíamos que tal aberración se producía sólo en los clásicos. Pero ahora un libro da un mazazo a la obra de Unamuno, al demostrar que bastante de sus páginas no son de él

De vez en cuando asistimos esperanzados a la aparición de gruesos volúmenes que tratan de recoger las obras completas de un escritor. Reconforta comprobar cómo, aunque sea con gran lentitud, vamos saldando una vieja deuda que todavía nos mantiene hoy -aceptémoslo- en el suburbio de la insolvencia cultural, al menos por lo que se refiere a ese terreno donde se origina nuestro conocimiento de la literatura: la edición de los textos. Es bien sabido que las llamadas obras completas no lo son casi nunca, y que siempre faltan títulos que el autor no llegó a publicar, páginas desestimadas u olvidadas en periódicos de los que con dificultad puede hallarse alguna colección completa, manuscritos y copias en poder de amigos o parientes del escritor, un sinfín de huecos, en suma, por los que al editor más cuidadoso se le escapan textos cuya aparición tardía y esporádica sirve para subrayar la extremada fragilidad de lo que conocemos. Los autores más fértiles e influyentes del siglo XX, desde Unamuno, Ortega o Juan Ramón Jiménez hasta Camilo José Cela, carecen todavía de una edición adecuada y realmente completa de sus obras. Nuestra situación es, en este aspecto, de auténtica penuria, y de nada sirve ocultar los hechos.

Con todo, lo peor no es que las obras sean incompletas, es decir, que falten en ellas textos. Lo grave es que sobren, que incorporen páginas que el autor no escribió jamás. Creíamos que tal aberración se producía sólo en ediciones de escritores clásicos que han sufrido problemas de transmisión y ofrecen atribuciones dudosas. Es muy conocido el caso de Quevedo, a quien, desde la edición de su obra poética preparada por su sobrino en 1670, muerto ya el autor, hasta no hace mucho tiempo, se le atribuyen textos que fueron escritos cuando el futuro poeta tenía un año de edad. Pero no hay que acudir tan lejos para encontrar ejemplos desoladores. Podemos quedarnos en el siglo XX, que, como se ha repetido hasta la saciedad, es la centuria en que se produce una simbiosis entre la literatura y el periodismo: muchos escritores colaboran en los periódicos y numerosas obras mayores de la literatura aparecen por vez primera como entregas periodísticas. Unamuno y Ortega son dos ejemplos insignes. En el caso de Unamuno, varios investigadores han ido sacando a la luz durante años los textos que el escritor vasco fue publicando en diversos periódicos durante su etapa socialista. Los esfuerzos de Dolores Gómez Molleda, Rafael Pérez de la Dehesa, Pedro Ribas o Laureano Robles han permitido reconstruir con bastante nitidez esa etapa y han rescatado muchos textos olvidados o desconocidos. Ahora, una obra recién aparecida da un mazazo a nuestro optimismo al demostrar que bastantes de ellos no eran de Unamuno.

Se trata de la obra titulada Artículos inéditos de Unamuno en "La lucha de clases" (1894-1897), de José Antonio Ereño, un historiador riguroso que ha ayudado a poner en limpio muchas páginas unamunianas. El escritor no solía firmar sus colaboraciones en el semanario "La lucha de clases", editado por la Agrupación socialista de Bilbao, de modo que los diversos editores le habían atribuido una serie de trabajos basándose en su contenido o en vagas semejanzas entre sus ideas y otras expresadas por el autor en distintos escritos. Ereño examina la colección completa del semanario y revisa una a una las colaboraciones. Basándose en coincidencias textuales, en referencias internas y en una concienzuda investigación que no se reduce al ámbito estricto del semanario, el editor desecha con pruebas incontrovertibles ochenta y seis artículos indebidamente atribuidos a Unamuno y publica sesenta y seis que, por el contrario, sí le corresponden y que los otros investigadores no habían logrado identificar. Más aún: muchos de los artículos tenidos hasta ahora por unamunianos se debían a colaboradores habituales del semanario bilbaíno que Ereño identifica, como Timoteo Orbe, pero otros eran simples traducciones de escritores conocidos, como D’Amicis o Paul Lafargue. El resultado de este libro -que incomprensiblemente ha sido editado a costa del propio investigador- es abrumador, no sólo porque demuestra que es preciso descontar unas cuantas páginas de las obras de Unamuno, sino porque despierta en nosotros la sospecha de que tal vez haya muchas más en la misma situación. La costumbre frecuentísima de publicar en los periódicos omitiendo la firma o utilizando un pseudónimo crea problemas que, con el tiempo, parecen insolubles. Yo mismo tuve que identificar hace años -en 1964 y en 1983- un puñado de artículos periodísticos de Ortega sin firma que no figuraban en sus Obras completas, y es seguro que habrá muchos más. Los responsables de la magna edición que ahora se proyecta -y que deberá fijar definitivamente los textos orteguianos- se enfrentan a una tarea descomunal, que requerirá la colaboración de varios filólogos e investigadores si no se desea, como tantas veces ocurre, cubrir el expediente, hacer una faena de aliño que sea pan para hoy y hambre para mañana y dejar las cosas, poco más o menos, como estaban antes. Porque esto sería un borrón más, cuando lo que se necesita de verdad es poner a nuestros escritores en limpio.