Primera palabra

Declaración jurada. Una historia real

por Imre Kertész

17 octubre, 2002 02:00

Imre Kertész

El nuevo Nobel de Literatura, el húngaro Imre Kertész, vuelca en este bello relato desconocido en España no sólo su inquietud existencial, también agudas consideraciones sobre artistas y escritores españoles como Salvador Dalí y Miguel de Unamuno y su compleja actitud ante la vida después de Auschwitz. El Cultural publica también la crítica de Yo, otro, su último libro editado en España.

Perdona nuestras ofensas/ como nosotros perdonamos a los que nos ofenden/ Y no nos dejes caer en la tentación/ mas líbranos del mal

Hegyeshalom! Durante décadas ha sido un símbolo permanente: en el viaje hacia el exterior, in hoc signo vinces; hacia dentro, inscripciones del estilo Abandonad toda esperanza, El trabajo redunda en la honra de todo hombre, El trabajo te hará libre. En cuanto realidad, en cuanto lugar, en cuanto estación de tren, un agujero deplorable y somnoliento. Camino con desgana tras el hombre del uniforme gris. Tengo que esperar en una habitación vacía y encalada, con su parte posterior entrecruzada por la barreras para controlar a la multitud cuyo propósito ignoro. No estoy solo; a mi lado, otro hombre también ha sido arrastrado del tren, un tipo grande de edad indeterminada; su vientre sobresale lastimeramente por encima de los pantalones, entre el cinturón y un jersey subido; camisa gris, chaqueta gris, pantalones grises, rostro gordinflón y corriente, nada discernible tras los lentes empañados, y menos aún una mirada. Mientras se redacta una supuesta declaración, oigo que es una especie de "jefe de departamento". Resopla, suspira, se aclara la garganta, dirige sus lentes hacia donde yo estoy, pasando fugazmente por encima de mí; no sirve de nada, sin embargo, porque yo no le presto atención; no lo contemplo como un compañero de sufrimiento, no tengo deseo alguno de compartir mi destino con él, su historia no me interesa. Lo siento muchísimo. No hay afecto en mí. A pesar de lo cual, no puedo sino percibir la torpe acritud con la que diligentemente firma todo lo que haya que firmar. Alguien llama; él sale y un poco después vuelve, dejando la puerta entreabierta. En la habitación sin calefacción, una corriente me atraviesa la garganta y los tobillos, una colosal nube de humo de gasoil entra formando remolinos; fuera están cambiando de vía el tren. Le pido que cierre la puerta. La bate pero no la cierra, y el viento la abre de nuevo inmediatamente. Apenas me alcanza para llegar con el pie a la puerta, y le doy un fuerte puntapié. Impropio de mí, admito, pero tampoco percibo mucha corrección en lo que sucede a mi alrededor. Veo que el jefe de departamento está ofendido. Para evitar que mi zafiedad arroje sobre él una luz aún más pobre, se distancia precipitadamente de mí: lo hecho, hecho está, la irritabilidad no va a mejorar las cosas ahora, me reprende. No estoy irritado en lo más mínimo, respondo, pero no sé por qué tengo que aguantar el estar sentado aquí en la corriente y tragando humo de gasóleo de una máquina que están cambiando de vía como parte de mi castigo.

Vuelvo a sumergirme en el diario de Dalí. Sus referencias a Nietzsche son provocativas. Hace tiempo que me llamó la atención la susceptibilidad de los españoles hacia los alemanes: Ortega también era seguidor de Nietzsche, y Unamuno ganaría sin esfuerzo el título de discípulo más aburrido de éste. "Nietzsche era un alfeñique tan irresponsable como para volverse loco, ¡cuando es esencial, en este mundo, no volverse loco!". Esta frase de Dalí me indigna profundamente. ¿Acaso el tipo no comprende que la locura fue precisamente el acto más honorable y coherente de Nietzsche? ¿Y que la áurea diarrea anal nunca habría salido a borbotones con esa infinita prodigalidad hacia su monedero abierto si Nietzsche se hubiese mantenido tan "normal", es decir, tan sobrio y calculador, como él, Dalí? Al fin y al cabo, alguien tenía que ser clavado en la Cruz para que la moral de otros pudiera venderse a tan buen precio…

Pero no puedo seguir con estas meditaciones porque alguien pronuncia mi nombre: "Así que se levantó de un salto para seguir al aduanero a su oficina". Están todos sentados allí, los hombres de gris. "Uno fumaba un cigarrillo, el segundo hojeaba unos documentos, el tercero lo inspeccionaba a él; tanto se fundían en su borrosa mirada que, al final, Stone los veía como una sola máquina de tres cabezas y seis brazos", son las palabras proféticas de mi propia novela, Sin destino. Mi hombre, el jefe de la aduana, me pone unos papeles delante: tenía que leerlos y firmarlos. ¿Qué es esto?

La declaración, dice. Ya en la primera frase, que ocupa tres líneas, me encuentro falto de aire. En este momento, un relámpago de claridad me alcanza, me rodea y me cautiva. En este momento, me doy cuenta por fin exactamente de lo que me ha sucedido. Casi podría gritar ¡eureka! Ahora lo veo todo,/Todo, todo,/Ahora lo percibo todo./Oigo el aleteo de las alas de vuestros cuervos... Sí: esas tres líneas establecen, en esencia, que el 16 de abril de 1991, etc., habiéndome notificado las pertinentes normativas sobre moneda nacional y extranjera, el límite máximo de la cantidad de dinero que se puede exportar y la obligación de obtener permiso oficial para la exportación de cantidades que excediesen de dicho límite, él, el aduanero, había inquirido, etc. Pero el hombre no me había notificado nada. En cuanto a lo de inquirir, sí había inquirido, aunque ciertamente no de la manera adecuada, plenamente de acuerdo con las normativas, sino efectivamente en forma de interrogación precipitada.

Durante al menos cincuenta años, desde que mi país entró en guerra contra el mundo civilizado y, sobre todo, contra sí mismo, desde entonces -excepto por un lapso de, digamos, tres años- todas las leyes del país han sido invariablemente ilegales. Lo que mis oídos han captado tras la engañosa pregunta del oficial de aduanas, con su automática presunción de culpa, ha sido el traqueteo de las botas militares, el estruendo de las canciones en los mítines políticos, el timbre de las puertas al alba, y ante mis ojos tenía amenazadoras ventanas con barrotes y muros coronados de alambres de espino. No había sido yo quien contestara esa pregunta, sino un ciudadano atormentado y allanado durante décadas, con la conciencia, la personalidad y el sistema nervioso dañados, si no mortalmente heridos; en realidad, más un cautivo que un ciudadano. Incluso ahora, incluso aquí, incluso durante esta fracción de segundo, me quedo asombrado y agitado por la lástima de mí mismo, el darme cuenta de que he vivido la vida tal y como la he vivido, y de que esta vida letal y carente de dignidad ha marcado su signo maligno tan profundamente en mis instintos. El hombre -presumiblemente sin ser consciente de ello- me había impelido, con sus modales, su comportamiento, a mentir desde el comienzo. La sentencia no llega de repente; los autos se funden gradualmente en la sentencia (Franz Kafka, El proceso).

Casi lamento no poder permitir a mi hombre, el oficial de aduanas, participar en mi comprensión, compartir con él nuestra verdad evidente. Porque, a fin de cuentas, también él es un ser humano, también él tiene instintos. Y sus instintos se han ido agudizando con las décadas, al igual que los míos, meramente con el signo opuesto. Pero siendo nuestra relación la que es -oficial, por decirlo eufemísticamente o, en otras palabras, cien por cien alienada- nunca podré explicárselo, ni siquiera él podría, quizá, comprender, aunque eso me resulta difícil de creer.

Así que le digo que no estoy dispuesto a firmar esta declaración tal y como está. ¿Por qué no? Porque no es cierto que él me hubiese informado de la ley antes de interrogarme. Pero sí que lo había hecho. Perfecto, le digo, firmaré si se me permite añadir un comentario propio. ¿Qué deseo comentar? Que antes de su interrogatorio no me dio tiempo para deliberar, para pensar las cosas, de forma que un razonamiento sobrio pudiese prevalecer sobre mis reacciones viscerales. La declaración debe firmarse como está, o no firmarse, responde. Entonces no la firmo, protesto. Se encoge ligeramente de hombros, aunque irritado. Tras lo cual un funcionario de aduanas de más baja graduación, de cabello, bigote y barba rubios, interviene para anunciar: "Yo soy testigo; yo estaba allí cuando usted le llamó la atención al respecto". El anuncio no me sorprende, pero ahora tengo que luchar contra un claro sentimiento de nausea. Casualmente recuerdo que, desde los primeros procesos de la historia hasta los del pasado más reciente, siempre se encuentra un testigo para todo. Y mientras me devuelven mi pasaporte, junto con un recibo por los 4.000 chelines confiscados, añado que va a ser extremadamente difícil conseguir que este país crea que es libre.

Sin embargo, lamento inmediatamente haberlo dicho; la frase carece de sentido tanto ontológica como semánticamente, e incluso en cuanto a su estricto sentido práctico. Pero estaba mucho más preo- cupado por lo que podría denominar el sentimiento satisfactorio de que lo que había ocurrido y estaba ocurriendo aquí era producto de mi propia fantasía, que había sucedido y estaba sucediendo de acuerdo con las leyes de mi propia fantasía.

Me dirijo más de una vez a mi "lector constante", aunque haya sólo uno, y ése, quizá, sólo sea yo: la escena se puede leer casi palabra por palabra en mi profética novela. El mismo comportamiento, el mismo procedimiento, las mismas formalidades nauseabundamente insistentes mientras ellos desvalijan a una persona de pies a cabeza y después la arrojan, humillada y mancillada con oscuras amenazas, bajo un cielo desconocido.

Como Stone, mi extraño álter ego de la novela, también yo había partido hacia el ancho mundo sólo para terminar en una estación fronteriza mugrienta y olvidada de Dios, donde me siento como en casa, desconsolada, fatídica, fatalmente como en casa. La vida imita al arte, eso es seguro, pero sólo al tipo de arte que imita a la vida, es decir, a la ley. Nada es accidental, todo ocurre por mí y a través de mí, y cuando mi viaje termine, comprenderé por fin mi vida.