Primera palabra

Razón histórica y decadencia

por Eugenio Trías

31 octubre, 2002 01:00

Eugenio Trías

También las tramas del espíritu concluyen, se rematan, mueren. No son ciclos asimilables a la biología, como ingenuamente creyó Spengler. Pero el espíritu tiene también sus pautas vitales, sus ciclos, sus ritmos. Y su cadencia; o su Finale sinfónico

Con demasiada frecuencia se pronuncia, probablemente en vano, la palabra Decadencia. El célebre libro de Oswald Spengler, La decadencia de occidente, parece experimentar un tardío resurgimiento; justamente cuando la historiografía más radicalmente se ha distanciado de esas apresuradas síntesis, intuitivas o arbitrarias, a las que se pretendía conceder el estatuto de leyes inconmovibles de la razón histórica.

Esta se conjuga hoy con letras minúsculas; ni siquiera con cursivas, o en un punto medio entre las Leyes Fatales y la pura incertidumbre. Hoy vivimos la inflación de la microhistoria; o de una historia reconducida a sus formas literarias, de plural y diversificada narración. De la razón histórica hemos transitado hacia razones narrativas o de relato. Y éstas son siempre múltiples, diversas, plurales; cuando no plenamente subjetivas e idiosincráticas, o autobiográficas.

Y sin embargo esta inflación de microhistoria y de condena de la meta-historia (o de lo que Lyotard llamaba meta-relato) no ha podido dejar de coexistir con reflexiones apresuradas de largo aliento; y de dudosa probidad intelectual.

Se ha polemizado sobre el Fin de la Historia (todo con mayúsculas) o sobre el Choque entre Civilizaciones; y sobre el peligro de Decadencia que acecha a nuestra cultura occidental. O se han insinuado ideas relativas al auge y decadencia de las Grandes Potencias. De nuevo el espectro de Spengler o de Toynbee, y demás partidarios de la Filosofía de la Historia, parece de este modo dibujarse.

En un tiempo que todos coincidimos en considerar pródigo en grandes transformaciones es de rigor que la tentación generalizadora, o que las panorámicas de largo alcance, tiendan a proliferar. O al menos a competir con las tendencias microfísicas de una historiografía tan sofisticada como problemática; o que se interesa por las cosas cotidianas de la vida de otras épocas y culturas; como si nuestras prioridades contemporáneas pudieran servir de pauta para comprender otros tiempos u otros ámbitos.

Y sin embargo mucho hemos podido disfrutar de ese interés renovado por la etiqueta y el vestuario, por las dietas de la alimentación y por las sofisticaciones de los placeres de la mesa, o por los modos de nacer y de morir, o de enfermar, o por las vicisitudes de la limpieza y la higiene, o por el sentido de las edades de la vida, y demás minucias existenciales. Nuestra época, siempre inclinada a cuestionar una Historia de Grandes Hombres, o de Grandes Hazañas, acostumbra a seguir esas pautas y criterios en sus recorridos de épocas pasadas, sea el Egipto faraónico, la Roma de Antonino Pío, la Europa de las catedrales, la Ginebra de Calvino o la España de Carlos V.

Toda esta orientación hacia los géneros menores no puede impedir la inquietud que una época de importantes cambios nos provoca; transformaciones radicales que se producen en el ámbito de la gran política (por lo menos a partir de comienzos de la década de los años noventa) y, también, en ese terreno que tiene mucho más que ver con la realidad, y su capacidad de transformación, que con la verdad (por mucho que todos nos confundimos al respecto): me refiero al terreno de la inextricable unidad que ciencia y tecnología constituyen; especialmente en las ciencias de la información, de las comunicaciones y de la vida.

Estamos en plena decadencia en relación a un paradigma de cultura occidental que ha prevalecido en el mundo durante los últimos quinientos años? ¿Vivimos una redefinición tan radical de lo que por cultura podemos entender que esas pautas iniciadas hacia mil quinientos, y proseguidas durante los cuatro siglos y medio siguientes, han perdido ya toda capacidad de configuración de nuestros valores morales, intelectuales y emocionales? ¿Tendrán razón los pájaros de mal agöero?

Así la tesis que sostiene Jacquer Barzún, un nonagenario profesor de francés, en un libro publicado hace tres años. Un libro extraño, algo decepcionante a ratos, pero que no puede ser soslayado con facilidad. Se llama Del amanecer a la decadencia (quinientos años de vida cultural en Occidente).

De modo precipitado, pero sugerente, el texto, entretenido en su prosecución del arco que conduce del renacimiento hasta la segunda guerra mundial, se arroja en sus páginas finales en la caracterización del tiempo presente como tiempo de conclusión y decadencia. La tesis de este profesor francés entrado en años es que nuestra cultura occidental (europea, americana) se halla, así mismo, muy entrada en años.

Y es que también las tramas del espíritu concluyen, se rematan, mueren. No son ciclos asimilables a la biología, como ingenuamente creyó Spengler. Pero el espíritu tiene también sus pautas vitales, sus ciclos, sus medidas, tiempos, ritmos. Y su cadencia o su coda; o su Finale sinfónico.