Primera palabra

Patologías catódicas

por Román Gubern

28 noviembre, 2002 01:00

Román Gubern

Se suponía que la esplendorosa segmentación y diversificación de la oferta, y de públicos especializados, que nos prometía el horizonte digital y los satélites, iba a convertir las pantallas domésticas en un maná multicolor para toda clase de paladares culturales

Nos habían prometido la utopía electrónica llamada sociedad de los 500 canales (y algunos ultraoptimistas elevaban el listón hasta los 1000 canales), de acuerdo con la profecía de Abraham Moles, en los felices sesenta, acerca de la opulencia comunicacional que se nos venía encima. Eran años de vacas gordas, incluso para los comunicólogos. Pero algunos agoreros maliciosos, empeñados en aguarnos la fiesta, insistían en afirmar que la sobreinformación equivale a desinformación. Codo a codo con el optimista proyecto de televisión a la carta, la expansión global de Internet nos advirtió en la pasada década del riesgo de priorizar en la arena informativa lo cuantitativo sobre lo cualitativo. Lo constató Umberto Eco cuando sentenció hace un par de años que Internet era "una gran librería desordenada". Y en esas estamos ahora, en el reino de lo cuantitativo en detrimento de lo cualitativo.

¿Cómo ha sido esto posible? Se suponía que la esplendorosa segmentación y diversificación de la oferta, y de públicos especializados, que nos prometía el horizonte digital y los satélites geostacionarios, iba a convertir las pantallas domésticas en un maná multicolor para toda clase de paladares culturales. Pero esto no ha sucedido en España, pero tampoco en otros países industrializados. El primer pinchazo se produjo con el proyecto interactivo, que permitía a la audiencia elegir opciones dentro de un programa y, por ejemplo, decidir el desenlace de una telenovela u otro espectáculo. De manera que el público podría imponer, por ejemplo, que Hamlet se casara felizmente con Ofelia, contra la voluntad de Shakespeare. Pero el público televisivo se reveló apático, en vísperas del nacimiento de los videojuegos adolescentes y del fetichismo hipertextual, y yo comprendo que prefiriera que le contaran historias quienes saben hacerlo, como Molière, Billy Wilder, Fritz Lang o Ernst Lubitsch, en vez de someterse al criterio del tendero de la esquina.

Luego vino la prometida segmentación de programas y de audiencias, con la televisión de pago, que en España -en donde desde el franquismo, y a diferencia de otros países europeos, el consumo televisivo ha sido gratuito- ha desembocado en un naufragio digital, en razón del techo demográfico de sus telespectadores, haciendo que el pez grande se comiera al chico y nos trajera un monopolio de facto. Pero incluso la filosofía de la segmentación especializada, razón de ser de las nuevas estrategias programadoras, que buscaba fidelizar (¡horrible verbo!) a minorías especializadas, mono- gráficas o elitistas mediante el branding, ha acabado por hacer aguas. La tiranía del mercado y de sus ratings de audiencia ha podido más que el diseño de una multiculturalidad domestica.

No se ha tratado, desde luego, de una conspiración de gestores culturales villanos que se han coaligado para corromper y envenenar el gusto cultural de las masas. Ha sido todo más sencillo, llevado por la lógica evolucionista. Las exitosas telenovelas de los años 70, que escenificaban pasiones ficticias escritas por guionistas e interpretadas por actores, vieron sus audiencias mordidas poco después por las pasiones auténticas de los realitiy shows, en los que las lágrimas, la sangre y el semen eran de verdad. Un paso más y pudimos asistir a la génesis y evolución de las pasiones en directo y en presente, mirando por el ojo de la cerradura del Gran Hermano, sin sentirnos culpables por tamaña incorrección social. Y la cúspide mercantil se alcanzó con Operación Triunfo, gracias al sinergismo de tres formatos muy populares: el espectáculo musical, el concurso y el reality show. Todo dentro del mismo envase.

De manera que la lógica cuantitativa de los empresarios televisivos, apuntalada en el cuantitivismo optimista de los ingenieros (digitales) y de los economistas (desarrollistas), ha impuesto el reino de la rentabilidad sobre el reino de la cultura, de la cantidad sobre la calidad. Un fenómeno del que no se han excluido, por cierto, las televisiones públicas y en abierto, para evitar encerrarse en ghettos minoritarios, marginales o sin influencia pública.

Ante esta victoria de la economía sobre la cultura es bueno recordar que cuando la Escuela de Frankfurt acuñó en los años cuarenta la expresión "industrias culturales", hoy tan de moda y de postín, lo hizo dando a la expresión una fuerte connotación negativa, ignorada hoy olímpicamente por los altos funcionarios del ramo. Ya se sabía por entonces que en el mercado cultural se reproducía puntualmente la famosa Ley de Gresham, es decir, que en todo mercado la mala moneda circulante desplaza a la buena. Pero, ignorando a sir Thomas Gresham (1519-1579), los actuales gestores televisivos prefieren mirar hacia otro lado. Les importan más los libros de contabilidad que las telepantallas.