Image: Un automóvil de acero inexorable

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Letras

Un automóvil de acero inexorable

por Juan Marsé

28 noviembre, 2002 01:00

Ilustración de Silvia Álvarez

[Dentro de todo adulto sigue escondido el niño que fue, con sus mismos miedos y esperanzas. Pero no todos los niños del mundo tienen los mismos sueños ni los mismos temores. Como para curar una herida primero hay que mostrarla, Médicos del Mundo ha editado Una grandiosa espina, que recoge relatos escritos para la ocasión y cedidos por Antonio Soler, Enriqueta Antolín, Espido Freire, Gustavo Martín Garzo, Manuel Leguineche, Salvador Compán, Vicente Molina Foix y Juan Marsé, cuyo relato publicamos hoy para escuchar la voz de los que nada tienen y de quienes será todo, los niños. Los interesados en colaborar con esta causa pueden adquirir el librito en El Corte Inglés , así como en el 902 286 286.]

El atardecer de un día de verano, con su traje blanco y su maletín negro, el señor Alcón, poderoso financiero de mucho fuste y lustre -y digo esto no sólo porque era corpulento y lustroso, sino atendiendo al enorme prestigio profesional que transpiraba su persona: era, digamos, un auténtico tiburón de las finanzas-, volvía muy contento a su gran mansión conduciendo su automóvil, después de dar por concluida una provechosa jornada de suculentas reuniones y voraces firmas. Cuando se disponía a entrar en el jardín, observó junto a la verja de hierro, en la tapia encalada y erizada de vidrios que protegía sus dominios, un grafiti hecho toscamente con spray negro y letras muy grandes que decía:

No aparcar
Se llama a la grúa

Sentado en la acera, debajo de esa inscripción, un niño con las manos todavía negruzcas, sonriente y pobremente vestido, miraba fijamente al señor Alcón. Llevaba unas gastadas sandalias de goma y una camiseta como una telaraña. No tendría los doce años, ni la piel muy blanca ni el pelo muy sedoso ni la nariz respingona ni pecas ni nada de eso que distingue a los niños graciosos en los cuentos graciosos, pero en sus grandes ojos negros bailaba una luz vivísima y en su sonrisa morena una convicción extraña y feliz.
Pegada a la tapia no había ninguna placa reglamentaria, ni municipal ni privada, que garantizara la pertinencia y legalidad de la prohibición de aparcar, y aunque la tapia le pertenecía, el señor Alcón nunca había aparcado allí su coche ni pensaba hacerlo, ya que tenía su propio garaje en la finca. Así que terminó de cruzar la verja, dejó el coche en el garaje y regresó andando a la calle para encararse al niño sentado debajo del aviso. Llevaba en la mano el maletín negro.

-¿Tú has escrito eso, muchacho?
-Sí, señor. Nadie puede aparcar su coche aquí, señor. Si usted lo hace, llamaré a la grúa.
-¿Ah sí? ¿Y quién eres tú para decirme eso? ¿Cómo te llamas?
-Me llamo Ahmed, y vengo del desierto.
-¿Y a qué juegas, pequeño mamarracho? Has ensuciado la tapia de mi jardín. ¿Qué te propones?
-Es un aviso de vado permanente, señor, y está ocupado. ¿Es que no lo ve?
-¿No veo qué?
-Mi automóvil. Está aparcado aquí, junto al bordillo -Ahmed señaló el aire frente a él-. Aquí mismo. Mire cómo brilla la carrocería. ¿Le gusta?
-Yo no veo aquí ningún automóvil -gruñó el señor Alcón-.
-Usted no quiere verlo. Es un Lincoln Continental de 1945 de color azul celeste -insistió Ahmed-, y está fabricado con planchas de acero inexorable.
-Querrás decir inoxidable, niño ignorante -resopló el financiero.
-¡Quiero decir lo que he dicho! -protestó Ahmed-. Tóquelo y comprobará que es acero inexorable. ¡Acérquese más y fíjese bien, hombre!

El señor Alcón avanzó dos pasos con el maletín en la mano y algo en él empezó a rechinar. El señor Alcón era uno de esos financieros muy bien empaquetados que al andar crujen por algún lado, como hacen las botas ortopédicas compactas y lustrosas. Se paró, dejó el maletín en el suelo y fijó la mirada en la nada: donde Ahmed decía que había un automóvil aparcado, él no veía absolutamente nada. Bueno, sí, había unas manchas de grasa en el asfalto y el aire allí parecía oler a gasolina quemada.

-¡Muchacho, tú sufres alucinaciones! -dijo encarándose con Ahmed-. ¡Tú eres un redomado embustero!
Ahmed no le hizo caso. Con su dedo negro de pintura señalaba el coche invisible. -Pierde un poco de aceite, mire. Y me han roto un cristal -se lamentó-. Pero es nuevo de trinca.
-¡Deja ya de soltar embustes y fantasmadas! ¡Aquí no hay ningún coche ni nada de nada!

En realidad algo sí había, pero las pequeñas pupilas depredadoras del señor Alcón no iban más allá de la nada aparente. De ir un poco más allá, habrían captado una hilera de hormigas diminutas que se cruzaba compulsivamente con otra hilera igual de compulsiva; avanzaban por entremedio de miles de fisuras de cristales que cubrían el asfalto como un manto de nieve. Por rutas distintas, ambas procesiones de hormigas se dirigían a la mancha de aceite.

-Usted, señor, no sabe mirar -dictaminó Ahmed.
-Bueno, vamos a ver -dijo conciliador el hombre de negocios-. Si me limpias el muro que has ensuciado, te daré una buena propina.
-¿Cuánto?
-Un euro con cincuenta céntimos.
-No me basta, señor -dijo Ahmed-. Necesito mucho más, porque tengo siete hermanos al cuidado de mi abuela en un campo de refugiados saharaui, y lo están pasando muy mal. Por eso he decidido vender el automóvil de acero inexorable. ¿Me lo compra?
-¡Muchacho tú estás loco! ¡Lárgate, o llamaré al guardia municipal!

Al día siguiente, al dirigirse nuevamente a sus asuntos, vio a Ahmed sentado tranquilamente en el mismo sitio, la espalda apoyada en la tapia con la inscripción, que ahora era más explícita:


Se prohibe aparcar
(llamo a la grúa)
Se vende este Lincoln continental

A lo largo de la calle desierta, en este barrio tan distinguido de las afueras de la ciudad, nunca se veían coches aparcados, y menos al socaire de los altos muros del jardín, de modo que el orondo hombre de negocios no se extrañó al no ver ni rastro del automóvil azul que Ahmed insistía en señalar con su dedo sucio:

-Buenos días, señor. Aquí lo tiene. Suba y pruebe las marchas. Porque usted me va a comprar el coche, ¿a que sí?
Con su tensa sonrisa barnizada, el señor Alcón miraba a Ahmed con recelo.
-Nunca compro nada sin antes verlo, pesarlo o catarlo.
-Estupendo, hay que ser precavido -dijo Ahmed-.
-Yo hago negocios con petróleos lejanos, ¿sabes?, y siempre antes de comprarlo lo pruebo.
-Claro, señor. Le dejo tocar mi coche.
-¡Y dale! ¡¿Cómo quieres que toque algo que no se ve?!
-Suba al coche y póngase el cinturón de seguridad. Si hace lo que le digo, lo verá.
-Yo nunca me pongo el cinturón de seguridad -dijo el magnate de petróleos lejanos-.
-Allá usted, señor. Entonces, cierre los ojos y no los abra hasta que yo le diga.

Muy a pesar suyo, el señor Alcón se sentía intrigado. Y a regañadientes, cerró los ojos y casi en el acto oyó el ruido de un motor poniéndose en marcha suavemente, como una seda rasgándose.
-¿Lo oye? -dijo Ahmed-. Ahora ya puede mirar.
Pero aunque oía perfectamente el ruido del motor -lo traería el viento desde alguna parte, de otro vehículo, pensó el señor Alcón-, el coche que apuntaba el dedo de Ahmed seguía siendo invisible.
-¡Bah! -exclamó el hombre decepcionado-. ¡Quédate con tu automóvil inexorable, yo tengo mucho trabajo! ¡Y no quiero verte cuando vuelva!

Sin embargo, al regresar aquel mismo día de sus lances financieros con su impoluto traje blanco y su maletín negro, Ahmed le esperaba en el mismo sitio con su fantástico coche impecable. Nuevamente el muchacho le explicó que necesitaba urgentemente vender el automóvil para ayudar a sus siete hermanos y a su abuela en el campo de refugiados saharaui.
-Si me lo compra, lo verá en el acto -insistió Ahmed-. Debe usted creerme, señor.
-No me hagas reír, chico -dijo el señor Alcón, y se metió en su casa sin querer oír nada más del asunto-. Pero esta noche durmió mal, con pesadillas: veía un coche que se estrellaba una y otra vez contra el muro de su jardín.

Al día siguiente, por vez primera en cincuenta años, el señor Alcón no fue al trabajo. Ocurrió que, al salir de casa muy temprano, no vio a Ahmed en su sitio de costumbre, y le entró de pronto un desasosiego desconocido. ¿Qué le habría pasado al pequeño embustero? Le esperó todo el día, sentado en el bordillo de la acera con su maletín negro lleno de dinero, y cuando Ahmed apareció era ya de noche. Venía con la cabeza gacha y vendada y el brazo en cabestrillo y se sentó muy triste en la acera.

-Para que vea que el coche existe, me he estrellado con él, mire las señales en la tapia -le explicó-. ¿Me lo compra sí o no? La reparación ya está hecha, si quiere verlo no tiene más que probar las marchas y encender los faros y la radio.
Con cara de asombro, el señor Alcón hizo un último intento de razonamiento:
-Nadie puede estrellarse con un coche que no existe...
-Eso cree usted, señor -dijo Ahmed-. Un niño amigo mío acaba de morir en el sur de Gaza de una bala que aún no ha sido disparada de un fusil que todavía no ha sido fabricado.
-¡Está bien, basta! -dijo el hombre de negocios dándose por vencido. El tesón y la fe inquebrantable que el chico mostraba acerca de la existencia real del automóvil habían acabado por conmoverle-. Ya vale. Coge mi maletín y vete.
-Gracias, señor.

Súbitamente, la luz cegadora de unos faros cayó sobre el señor Alcón y sobre Ahmed sentados bajo la inscripción de la tapia, y el Lincoln continental de color azul estaba allí frente a ellos, perfectamente visible con sus formas estilizadas y elegantes. Con el maletín en la mano, sopesando los dineros que habrían de paliar las penalidades de su familia y de sus amigos en el campo de refugiados, Ahmed abrió sus grandes ojos chispeantes y sonrió al incrédulo financiero.
-¿Lo ve ahora, señor?
-Sí -dijo el señor Alcón serenamente-. No sé por cuánto dinero me lo habrías vendido, muchacho, pero te diré una cosa...
-Sé lo que me va a decir, señor -lo interrumpió Ahmed-. Que un automóvil de acero inexorable como éste, no tiene precio.
Y dando media vuelta, Ahmed desapareció en la noche.