Primera palabra

Cultura occidental y alabanza

por Álvaro Pombo

19 diciembre, 2002 01:00

Álvaro Pombo

Durante muchos años me animé a mí mismo gracias a Rilke, arrebujado en mi insignificancia y en mi deseo de hacer un largo trabajo con la materia de mi vida. Ese trabajo sería una gran alabanza. Y en todos los poetas, no sólo en mí, en Derek Walcott también y en los anónimos poetas que van en invierno por las calles de Madrid

De todos los poetas que he leído en mi vida y que he amado y que aún leo una y otra vez, Rainer Maria Rilke (1875-1926), es el único que, aún hoy día, sigue inquietándome. He aquí una inquietante línea de la primera elegía (la elegía verdaderamente inaugural para mí: ahí con dieciocho años, sentí que un gran poeta me hablaba a mí personalmente y me decía que las primaveras me necesitaban, que las estrellas exigían que yo las sintiese y que toda la existencia entera era misión. Y ahí se me exigía cantar cuando la nostalgia me consumía): "Beginn immer von neuem die nie zu erreichende Preisung": Comienza siempre de nuevo la nunca del todo alcanzada alabanza. Rilke parecía estar diciéndome que mi misión como poeta, como cantor, era inacabable porque se correspondía con la nunca del todo acabada alabanza. En aquel entonces yo recordaba también los versos del Requiem a una pintora: "Ay, estabas lejos de toda gloria. Eras insignificante: y no querías otra cosa sino una larga obra ("eine lange Arbeit" : un largo trabajo). Durante muchos años, me regocijé y animé a mí mismo gracias a Rilke, arrebujado en mi insignificancia, en mi invisibilidad y en mi deseo de hacer un largo trabajo con la materia de mi vida. Ese trabajo sería una gran alabanza.

Y en todos los poetas, no sólo en mí, en Derek Walcott también y en los anónimos poetas que van y vienen en invierno por las calles de Madrid o de Londres y se recogen en sus habitaciones secretas. En todos nosotros, conocidos o desconocidos, se cumple lo mismo: Existir innumerable me brota en el corazón... Tierra, ¿no es esto lo que tu quieres, rebrotar invisible en nosotros? Porque qué otra cosa sino transformación (Verwandlung: metamorfosis) es tu apremiante mandato?

Pero lo inquietante, sin embargo, era, y sigue siendo, que Rilke considerara que la acción subjetiva de alabar y lo producido en este alabar, la alabanza, fuese, por definición, siempre algo no del todo alcanzado. ¿No estaba Rilke queriendo decir lo mismo que Francisco de Asís -el único santo cristiano que Rilke alabó copiosamente-?: "Laudato sie mi signore, cun tucte le tue creature". Desde luego que sí, sin necesidad ni siquiera de borrar la referencia al Altísimo, omnipotente, buen Señor. Cuando estudié el concepto de "oratio continua", "laudatio continua" de los teólogos medievales, me pareció que estábamos todos en lo mismo: Rilke, Francisco de Asís, los griegos y nosotros. Recuérdese la anécdota de un jovencísimo Gadamer y un joven profesor Heidegger, reunidos en torno a un fuego en el bosque, y Heidegger exclamando, alabando: "Das Feuer... Die Griechen!" (¡El fuego... Los griegos!).

Pero, ¿podemos continuar así? ¿Puedo yo ahora, a comienzos del siglo XXI, continuar tomando en serio esa misión rilkeana del poeta? Es imposible no tomar en serio a los propios poetas y escritores contemporáneos nuestros que, como el nuevo premio Nobel de literatura, Imre Kertész, escriben -como dice Hermann Tersch- "desde la zona cero de la humanidad, desde ese fondo infinito que se tragó, en grandes campos con chimeneas rodeadas de torretas y alambres de espino, todas las conquistas de la Ilustración". Esta es la misma idea que encontramos en la poderosa conferencia de otro nobel de literatura, Gönter Grass, Escribir después de Auschwitz (1990). ¿Tiene uno derecho -se preguntaba allá por 1951 un joven Gönter Grass- a escribir poemas después de Auschwitz? En el Minima Moralia, reflexiones de la vida dañada, consideraba Theodor Adorno que Auschwitz quebraba irreparablemente la historia de la civilización: frente al imperativo rilkeano de la alabanza perpetua, un nuevo imperativo categórico impedía a los poetas escribir poemas que no fueran grises y elementales. Es curiosa la reacción de Grass: "El mandamiento-prohibición de Adorno me parecía casi antinatural, como si alguien, atribuyéndose funciones de Dios padre, hubiese prohibido a los pájaros cantar". Habrá el lector observado que, en todo lo anterior, se identifica poesía con alabanza del mundo: poetizar es alabar el existir del mundo, roza lo místico, que diría Wittgenstein: "Nicht wie die Welt ist, ist das Mystische, sondern dass sie ist" (No cómo son las cosas en el mundo, sino que el mundo exista, eso es lo místico).

El imperativo de la alabanza, que tiene que atravesar Auschwitz de cabo a rabo, (y eso significa mucha más cercanía a lo incomprensible próximo de nuestras propias vidas, a la maldad cercana, a la negación del existir que cada uno de nosotros tiene a mano) se corresponde en Rilke con el öberzähliges Dasein (la existencia que está más allá de lo que se puede contar) y que me brota del corazón. Porque para Rainer Maria Rilke, ni la infancia ni el futuro menguan ("werden weniger": van a menos). Y aquí estamos, perplejos e inquietos aún, al terminar este artículo saltón, este centón, porque parece que oscilamos sin parar desde lo que nos alcanza lo inalcanzable en la alabanza del mundo, a lo que nos retiene y empequeñece de una vida, la mía y quizá también la de todos mis lectores, siempre, por necesidad, por definición, venida a menos.