El siglo XVII. Europa, 1598-1715
Joseph Bergin (ed.)
19 diciembre, 2002 01:00Joseph Bergin
Joseph Bergin nació en Kilkenny, Irlanda, en 1948. Educado en el Rockwell College de Dublín, es profesor del departamento de Historia de la Universidad de Manchester desde 1978. Es autor, entre otros, de Cardinal de la Rochefoucauld. Leadership and Reform in the French Church 1585-1645 (1987), The Rise of Richelieu (1991) y The Making of the French Episcopate (1996). Especializado en Historia de Francia, ha dedicado su atención a los aspectos sociales, políticos y religiosos del siglo XVII. Ha sido profesor visitante en las universidades de Lyon, Nancy y Paris. Obtuvo el Premio Richelieu en 1994, y es miembro de la British Academy desde 1996.
Eslabonado entre dos centurias de tan señalado carácter propio como las de la Reforma y la Ilustración, el siglo XVII ha podido parecer falto de rasgos específicos suficientemente diferenciados dando pie a interpretarlo teleológicamente, como simple transición preparatoria de lo que llegaría a ser su apogeo en el XVIII (racionalismo, absolutismo, preindustrialización). Los trabajos que Bergin coordina en este volumen tienen, al margen de otras virtudes, la de poner de manifiesto lo que de singular tuvo el Seiscientos y, en cuanto parte de un proceso general de cambio llamado Edad Moderna, lo acentuado de los elementos de continuidad frente a los que preludiaron lo que habría de venir.
La más aceptada peculiaridad de las que fueron propias del XVII lleva a etiquetarle como "el siglo de la crisis", un concepto equívoco que Bergin acepta sin especiales reservas vinculándolo a las guerras y subrayando que no llegaron a media docena los años en los que no hubiera algún conflicto abierto en algún lugar de Europa durante aquella centuria. En su examen de la economía del período, Nash advierte la profunda caída del crecimiento demográfico, pese a las diferencias temporales y regionales, pero no parece admitir tan fácilmente la existencia de un estancamiento económico o crisis general, reparando más bien en la desigualdad de ritmos y estructura de los desarrollos regionales. Frecuentemente estrechada por epidemias, hambrunas y exigencias fiscales de un Estado en expansión, la población europea del XVII fue, como explica Munck en uno de los capítulos menos satisfactorios del libro, proclive a las conmociones, la violencia y las fantasías espiritualistas y materiales. Las rebeldías sociales, explica Upton al estudiar la política, debían buena parte de sus posibilidades de éxito a la actitud de las élites y repara en el peso de las mismas en la estructura de poder, condicionando el dominio efectivo de los monarcas y una práctica política basada en el fervor clientelar, distante de la del Estado moderno. Ni siquiera en la Francia de Luis XIV se pudo eludir la dialéctica de transacciones entre centro soberano y poderes locales.
El Estado se afirmó, más bien, hacia fuera y lo hizo antes por la guerra que por la diplomacia, cuestiones que aborda Parrott en un capítulo modelo de información y agudeza analítica. Sin ningún entusiasmo por la tesis de una "revolución militar" que habría cambiado las tácticas y estructura de los ejércitos de aquel siglo, destaca sin embargo algunas novedades que diferenciaron la primera y segunda mitad del mismo. No fue tanto el tamaño de los ejércitos como su sistema de reclutamiento, pasando de tropas aprestadas por empresarios particulares a otro basado en fuerzas permanentes y experimentadas como elemento central. Francia fue pionera en ello, pero haciéndolo debilitó su situación al concitar la alianza de potenciales víctimas de su mayor eficacia militar. Sólo muy al final del siglo, el mejor empleo de la artillería y la introducción de la bayoneta implicarían cambios decisivos de orden táctico. Tampoco Brockliss parece dispuesto a dar por buena la llamada "revolución científica" del siglo; si hubo cambios decisivos en cuanto al interés por el mundo natural, la explicación de su estructura en términos matemáticos y la introducción de academias y sociedades científicas, lo dominante en el ámbito del pensamiento era un paradigma, que él llama agustiniano, de profundo pesimismo antropológico y visión de la naturaleza como algo hostil, de ahí que tuvieran circulación creencias mágicas y supersticiones en un contexto básicamente escolástico. Es un buen capítulo que hace más sorprendente la ausencia de referencias al saber que se expresó por medio de símbolos, emblemas y jeroglíficos y al arte y la literatura de un estilo, el barroco, que ni siquiera aparece mencionado como concepto. Un capítulo (no especialmente claro) de Padgen sobre la proyección extraeuropea y un balance final del editor completan, junto con buenos apéndices, un libro que tiene, con mucho, mayor interés y enjundia que un resumen convencional.