Primera palabra

La revolución de los lectores

por José Antonio Marina

17 abril, 2003 02:00

Argumentar, comprendernos, transfigurar la realidad, navegarla, hacer posible la libertad, lo conseguimos mediante la lectura de las palabras, que nos permite, a su vez, leer la realidad, leer a los demás, leernos a nosotros mismos. Al fin y al cabo, leer no es otra cosa que descifrar un misterio

El mundo está agitado. Los movimientos sociales de los últimos tiempos me sorprenden leyendo con apasionamiento la riada de folletos, panfletos, diarios y "cuadernos de quejas" que inundó Francia a finales del siglo XVIII. La Revolución Francesa fue una revolución de lectores. Se despertó una incontenible voracidad de letra impresa, que alimentaron escritores veloces y prensas incansables. Apareció la "opinión pública"como fenómeno político. Mi admirado Kant advirtió que la fuerza de la Ilustración procedía de "argumentos sabiamente expuestos a un público que lee".

La opinión pública actual, la que sostiene los grandes cambios sociales que vivimos, está formada en cambio por un público que "ve" pero no lee. Me inquieta la posibilidad de una revolución hecha a partir de la industria de la imagen, por lo que tiene de imagen y por lo que tiene de industria. La televisión tiende a homo-
geneizar su oferta, como puede observarse con facilidad. Depende hasta tal punto del éxito económico que no puede permitirse otro sistema de selección que el contable. En comparación con esos carriles informativos ferreamente construidos por la industria, la lectura supone un perpetuo descarrilamiento, una posibilidad de elegir caminos variados, una garantía de libertad. Como dice el poema de Neruda: "Así, por mí, la libertad y el mar/ responderán al corazón oscuro". En efecto, la palabra permite leer el mundo de diferentes maneras.

Mi segunda preocupación viene de la imagen, que es un medio de comunicación emocional y descontextualizado. La imagen se vive cálidamente pero sólo se comprende leyéndola mediante la palabra. La palabra "inteligir" procede de "intus legere", leer dentro de las cosas. Tengo frente a mí una fotografía que ganó el premio Pulitzer. En diagonal se ve una columna de tanques, y delante del primero de ellos la figura de un hombre con una bolsa de la compra en la mano. La imagen es bella y muda. Sólo gracias al pie de foto sabemos que representa un acto de heroísmo. Cuando los tanques se dirigían a aplastar las protestas de la plaza de Tianamen, en China, un desconocido peatón se colocó delante de ellos, para intentar detener su marcha, sin saber si lo conseguiría o si sería arrollado.

Pretendemos vivir en un mundo regido por argumentos, no por eslóganes, alborotos emocionales o imágenes contundentes. Popper decía que es mejor que combatan las ideas en vez de combatir las personas. Cuando compruebo la dificultad con que mis alumnos -de Bachillerato o de posgrado- siguen un razonamiento ligeramente complicado, me horroriza pensar que sus juicios tienen que ser forzosamente elementales y sus criterios poco razonados. Hay un endurecimiento de la vida social cuando se empobrece el discurso. Los grandes lectores de la Revolución Francesa alumbraron la Declaración de los Derechos del Hombre. Cuando esta lucidez del debate se apagó, empezaron los dramáticos años del terror.

Una vez más, aunque a la vista de los pobres resultados obtenidos resulte cansado hacerlo, tenemos que insistir, no tanto en el placer de la lectura, como en su necesidad. ¿De dónde procede esta urgencia? En primer lugar, de que nuestro hábitat es lingöístico. La palabra es la casa del ser humano, por ello necesitamos despertar un interés ecológico hacia el lenguaje. Si fuéramos geranios del Albaicín, o grullas leonadas de Alaska nos bastaría para sobrevivir con un ambiente limpio y no contaminado. Pero vivimos entre palabras. En ellas nos jugamos literalmente la felicidad o la desdicha. Según los consejeros matrimoniales estadounidenses, más del 80 por ciento de las parejas que acuden a sus consultas se quejan de algo relacionado con el lenguaje: no hablamos, o no hablamos de ciertas cosas, o no nos entendemos.

Los filósofos, los científicos, los novelistas intentan articular el mundo, librarlo de su mutismo, prestar a la realidad su propia elocuencia. Permiten hacer navegable el mundo, si mediante la lectura nos subimos a su barco. Por su parte, los poetas transfiguran la realidad, enseñándonos a mirar las cosas de una manera diferente. También nos exigen subir a su navío. "Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va", decía el viejo romance.

Hay todavía otra segunda razón que hace la lectura imprescindible. Nuestra inteligencia es estructuralmente lingöística. Gracias a la palabra hacemos también transitable nuestra alma. Por eso estamos siempre hablándonos a nosotros mismos, en perpetuo diálogo íntimo. Argumentar, entender, comprendernos, transfigurar la realidad, navegarla, hacer posible la libertad, todas estas cosas las conseguimos mediante la lectura de las palabras, que nos permiten, a su vez, leer la realidad, leer a los demás, leernos a nosotros mismos. Al fin y al cabo leer no es otra cosa que descifrar un misterio.