Primera palabra

Con todo, celebrémoslo

por Lorenzo Silva

19 junio, 2003 02:00

Lorenzo Silva

A J. K. Rowling hay que reconocerle el logro indiscutible y admirable de haber demostrado la potencia de la literatura, de la imaginación estimulada con palabras, en nuestro mundo de televidentes aturdidos por el torrente de imágenes que diariamente nos vomitan las pantallas

Me incomoda, en realidad hasta me parece reprobable e impropio de mi condición, escribir acerca de otro escritor si no es para alabar sus méritos. Pero por otra parte, si me piden mi opinión sobre algo, y me avengo a darla, me considero en el deber de no mentir a quienes puedan escucharme o leerme. Por eso, voy a permitirme declarar que no me gusta Harry Potter. Confieso que el único de los libros de la serie que he leído, Harry Potter y la piedra filosofal, lo terminé con ímprobo esfuerzo y nula apetencia, sin que en ningún momento me fuera dado interesarme por lo que allí se contaba ni compartir una sola de las emociones que la historia presumiblemente trataba de suscitar.

Sin embargo, aún no ha llegado mi cerebro al grado de deterioro necesario como para enjuiciar algo (ya sea un libro o cualquier otra cosa) únicamente en función de mi impresión o mi experiencia personal de ello. En consecuencia, me detengo a constatar (y creo que debo tener muy en cuenta) que con independencia de lo que me pareciera a mí, muchos millones de lectores a lo largo y ancho del mundo son capaces de entusiasmarse frenéticamente con las aventuras del aprendiz de mago, hasta el extremo de reservar cada nueva entrega en su librería desde meses antes de que aparezca. Y muy en especial me paro a considerar que entre esos lectores se cuenta una legión de niños y adolescentes; de esos mismos que, acostumbrados desde su más tierna edad a una cultura audiovisual, tienden a rechazar horrorizados cualquier libro de más de ochenta páginas, y sin embargo se meten entre pecho y espalda los mamotretos de la Rowling, uno detrás de otro, llegando incluso a releerlos.

A mí, como lector, me pareció que Harry Potter es fundamentalmente una fórmula, no cabe duda que inteligente, bastante bien resuelta en cuanto al ensamblaje de los diversos elementos que la componen, y notablemente afortunada en cuanto a la selección de dichos elementos. Algo así como la música del grupo sueco ABBA (perdóneseme la frivolidad en esta digna publicación que acoge mis líneas), que según declaró en cierta ocasión uno de sus cerebros, construía sus canciones (todas ellas inexorables superventas) a partir de las melodías y los elementos rítmicos de las canciones de otros intérpretes que habían alcanzado el número uno en las listas. Así, en Harry Potter no es difícil rastrear ecos de un buen número de ficciones de éxito, que bajo la batuta de su autora se reúnen en un cóctel de sobradamente acreditada eficacia: desde Guillermo Brown hasta La historia interminable; desde las historias victorianas y postvictorianas de internados hasta la saga cinematográfica de la Guerra de las Galaxias (y perdónenme la irreverencia los potterianos, pero es que cuando me imagino al malo del invento no puedo dejar de pensar en Darth Vader, su siniestro maestro y el lado oscuro de la fuerza).

Todo ello no quiere decir, naturalmente, que no haya elementos originales. El recurso a la magia, el quidditch, la ambivalencia moral de Harry, que no siempre es bueno, como cuando le pone una colita de cerdo al tonto de su primo, etc. En todo caso, y como ya lo revelé al principio no voy a andarme con tapujos ahora, nada de todo ello logró engatusarme como lector: en ningún momento me sacudí la impresión de asistir a un hábil ejercicio de combinatoria plasmado en una narración dispersa y anecdótica. Quizá es que no he leído el mejor libro de la saga, como me dicen mis amigos devotos (y aún fanáticos) del niño mago. Pero qué quieren, hay tanto por leer y tan poco tiempo, que después de un descalabro uno se lo piensa mucho.

Ahora bien, dicho lo anterior, a J. K. Rowling hay que reconocerle el logro indiscutible, y admirable, de haber demostrado la potencia de la literatura, de la imaginación estimulada con palabras, en nuestro mundo de televidentes aturdidos por el torrente de imágenes que diariamente nos vomitan las pantallas en las que cada vez más tiende a suceder la vida. ¿Con ayuda del marketing hollywoodiense? Puede ser, pero en justicia habrá que recordar que al principio no la tenía, y los libros se vendían ya como rosquillas. Frente a esto, quedarse en los reparos sería de una conspicua mezquindad, y cargar en ellos las tintas, tratándose de un escritor el que lo hace, despertaría fundadas sospechas de obrar al dictado de una putrefacta envidia.

Por eso, aun viendo las insuficiencias y los peligros achacables al artefacto (como esa visión maniquea del mal encarnado en unos villanos absolutos, que ignora la complejidad de la naturaleza humana y es a la postre el mismo esquema utilizado por el estólido Bush para fumigar a todos los desgraciados indefensos que estorban los intereses de sus patrones), me permito pensar que la pottermanía, que transforma a espectadores en lectores compulsivos, que estimula la imaginación y reivindica la palabra escrita, es algo digno de ser celebrado. Y que dure.