Primera palabra

El engañoso encanto de la profecía

por Ricardo Senabre

26 junio, 2003 02:00

Ricardo Senabre

En esta selección efectuada por El Cultural ha prevalecido la calidad y potencialidad narrativa del autor. Pero en literatura las mejores virtudes tienen que supeditarse a menudo a factores ajenos al valor artístico

Hemos abandonado a los clásicos y no aprovechamos sus consejos. Horacio nos previno contra la tentación de querer escrutar el futuro (Quid sit futurum cras fuge quaerere), pero caemos en ella una y otra vez. Para quienes nos reunimos semanalmente en estas páginas, el impulso es casi irresistible. Pasan por aquí tantos libros nuevos, tantos autores que comienzan su navegación por el incierto y agitado mar de la literatura, que resulta inevitable preguntarse en muchas ocasiones qué será de ellos, hacia qué derroteros orientarán su obra, cómo continuarán su travesía. De esta inquietud común -que forma parte, al fin y al cabo, de una explicable preocupación por el porvenir de la literatura- surgieron las reflexiones que, materializadas en distintas encuestas, han dado el resultado que hoy se ofrece. Se trataba de aventurar los nombres de nuestros diez novelistas jóvenes más prometedores. Puede parecer que hemos desplazado hacia muy arriba la frontera de la juventud, al fijarla en los cuarenta años. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la novela es un género complejo, y que, al contrario de lo que sucede en el ámbito de la poesía, sus mejores muestras son casi siempre frutos tardíos. Cervantes tenía 58 años cuando publicó la primera parte del Quijote; Dostoyevski había cumplido 45 al aparecer Crimen y castigo, y dio a conocer Los hermanos Karamázov a los 58; Stendhal editó Le rouge et le noir a los 47, y La cartuja de Parma nueve años más tarde. A la misma edad -36 años- comenzaron Manzoni y Joyce la publicación de sus obras I promessi sposi y Ulises. Flaubert tenía 37 años cuando apareció Madame Bovary. La historia literaria proporciona una multitud de ejemplos en este sentido. Parecía razonable, pues, situar el límite de la categoría "novelista joven" en los cuarenta años, aceptando de antemano el margen de imprecisión que toda línea fronteriza lleva consigo.

Además, era inevitable que surgieran desigualdades, y no sólo nacidas de la edad, sino de la ejecutoria literaria de cada autor seleccionado. Algunos empezaron a publicar muy pronto, o lo han hecho con mayor frecuencia; otros tienen hasta el momento una obra más escasa, tal vez porque han tropezado con dificultades editoriales, o debido a circunstancias de índole diversa que no hay por qué calibrar. Lo que ha prevalecido en la selección efectuada por los críticos no ha sido la fertilidad del autor, sino su calidad y también su potencialidad narrativa. Pero nadie ignora que, en literatura, las mejores virtudes tienen que supeditarse a menudo a factores ajenos al valor artístico y ligados al entramado comercial y publicitario que rodea la producción editorial. Y el incremento vertiginoso de los criterios mercantiles en todas las manifestaciones artísticas no es precisamente -no puede serlo- indicio de buena salud cultural. Con todas las cautelas necesarias, los críticos de El Cultural han dejado aparte, a fin de no enturbiar su visión, datos como índices de ventas, traducciones a otros idiomas, adaptaciones cinematográficas o popularidad de los autores en medios no literarios.

A pesar de todo, los resultados no ocultan la dosis de incertidumbre que cualquier vaticinio despierta. Si es difícil adivinar el peso futuro de un escritor coetáneo, el horizonte se hace más nebuloso aún cuando el escritor se encuentra en su etapa inicial y tiene aún muchos años por delante para evolucionar, estancarse o recluirse en el silencio. No es preciso remontarse muy atrás para recordar casos de promesas truncadas, de autores acogidos con esperanzado entusiasmo al publicar sus primeras obras y sepultados pronto en la indiferencia o el olvido. Por otra parte, la importancia de un escritor reside en su capacidad innovadora, en los caminos que abre, en las pautas nuevas que ofrece y que sirven a otros de acicate y estímulo, y esto sólo puede advertirse cuando ha pasado algún tiempo. Los lectores del siglo XVII, e incluso los propios escritores, no fueron lo bastante perspicaces para advertir las gigantescas posibilidades narrativas abiertas por Cervantes en el Quijote. Hubo que esperar más de un siglo hasta que la obra cervantina mostró a las claras su riqueza fecundante, gracias a la obra de los grandes novelistas ingleses del XVIII -Fielding, Sterne, en menor medida Smollett-, a quienes cabe el honor de haber sido los primeros en aprovechar el rico filón que mucho más tarde enriqueció también a Galdós. Desde otra perspectiva, al repasar los manuales de historia de la literatura vigentes en España hacia 1915, asombra comprobar que, con raras excepciones, las novelas de Baroja -que ya había publicado entonces lo esencial de su obra- aparecen menos valoradas que las de Ricardo León, de igual modo que la obra de Juan Ramón y Machado se coloca por debajo de la producción de Villaespesa. Hoy conocemos bien la diferente magnitud de la herencia legada por unos y otros. La falta de perspectiva produce muchas veces una visión distorsionada que sólo el tiempo logra, en los mejores casos, corregir.

Los narradores seleccionados por El Cultural son únicamente diez. No significa esto que no existan más nombres prometedores, pero se acordó fijar un número máximo, equidistante entre la minoría exigua y la muchedumbre indiscriminada, que pudiera representar fielmente una realidad sin elevarse a las alturas de la utopía. Y así se ha hecho. Larga vida a estos diez autores. Y a la literatura de verdad.