Primera palabra

Escribir en la Europa de hoy

por Fernando Aramburu

8 enero, 2004 01:00

Fernando Aramburu

Cuando escribo no me vigila, como a los españoles de antaño, un censor por encima del hombro ni tampoco estoy obligado a exiliarme para escribir lo que quiera. No siento hoy mayor limitación que la falta de inspiración o de talento. Pocas veces en la historia de mi país han podido los escritores afirmar tal cosa.

Desgraciadamente uno no puede elegir la sociedad ni la época en que le sería más provechoso nacer y criarse. A mí los hados me asignaron un país que, por los tiempos de mi infancia, todavía sufría las consecuencias de una guerra civil. Los dieciséis primeros años de mi vida coincidieron con los dieciséis últimos de la dictadura del general Francisco Franco. Recibí una educación basada en la propaganda de dicho régimen político. Al mismo tiempo me impusieron con mano férrea la religión católica. Yo era demasiado joven para ser escritor; pero no para saber lo que significa leer a escondidas libros prohibidos.

Europa empezaba por aquel entonces a poco más de quince kilómetros de mi casa. Sobre el mapa podía parecer una distancia corta. En la realidad, comparando los modos de vida y la situación económica de un lado y otro de la frontera, aquellos quince kilómetros representaban una separación abismal. Una barrera de montes, los Pirineos, ilustraba de forma simbólica nuestra situación secular de aislamiento. Hacia el norte florecían la democracia y la sociedad del bienestar en la que vivían ciudadanos con derecho a elegir sus representantes políticos; ciudadanos que protagonizaban acontecimientos que dejaron huella en la historia moderna; ciudadanos a los que les ocurrían cosas novedosas e interesantes; ciudadanos, en fin, que podían permitirse el lujo de crear y expresarse sin limitaciones. Hacia el sur estábamos nosotros, los españoles condenados a la pobreza, a la privación de derechos civiles, a la censura, a la represión, al retraso científico y cultural.

El recuerdo de aquel infortunio colectivo basta para apartar de mí la más pequeña sombra de eso que algunas personas temerosas de perder sus privilegios llaman euroescepticismo. Mi actitud frente a la comunidad de pueblos europeos tampoco es la del optimista superficial. No soy un entusiasta que cierra los ojos ante los problemas y las dificultades. Estoy simplemente agradecido, muy agradecido de que ni yo ni mis compatriotas estemos hoy día marginados del proyecto de una Europa unida, asentada sobre los cimientos de los principios democráticos y la convivencia pacífica.

En lo que respecta a mi tarea de escritor, la idea de lo europeo comienza en el mismo instante en que me siento a la mesa a escribir y me doy cuenta de que no tengo que trabajar con las manos atadas. Cuando escribo no me vigila, como a los escritores españoles de antaño, un censor por encima del hombro ni tampoco estoy obligado a exiliarme para escribir lo que me dicta la conciencia. No siento hoy por hoy mayor limitación que la falta de inspiración o la carencia de talento. Pocas veces en la historia de mi país han podido los escritores y los artistas afirmar tal cosa. Una triste excepción la constituye el País Vasco, donde los profesionales del asesinato se afanan por restringir el derecho de opinión de un sector de la ciudadanía. Cerca de tres mil personas, entre ellas algunos profesores de universidad y periodistas, no pueden salir a la calle sin escolta que los proteja de la acción criminal de ETA y sus secuaces. Los afectados son en todos los casos personas de talante democrático que tienen la valentía de decir en público lo que piensan.

La libertad es un bien frágil. Yo la siento como algo físico, palpable; como algo sobre cuya existencia real no abrigo duda alguna, de la misma manera que en un momento determinado tampoco dudo de si a mi alrededor hace calor o frío. La libertad que yo disfruto por el hecho de ejercer mi oficio en Europa no se define con palabras altisonantes ni cantando a coro ningún himno nacional. Es la libertad que no precisa de arsenales. Es la libertad que baja hasta los individuos concretos, que está en sus casas, en sus vidas diarias, estimulándolos para que se desarrollen plenamente y para que, si les parece oportuno, levanten la voz contra la intolerancia y la injusticia.

Los ciudadanos europeos somos, sin duda, distintos unos de otros. Hablamos idiomas distintos. Nuestro aspecto físico difiere como también difieren nuestras costumbres y tradiciones. Yo no veo por qué esta variedad de la vida humana ha de suponer un problema para nadie. Lo esencial, lo que define la idea actual de Europa, es que a todos nos anima el firme propósito de estar juntos en un espacio de diálogo que ni siquiera nos impide disentir, estar en desacuerdo o conservar nuestras propias señas de identidad.

No olvido las tragedias del pasado. Ellas me han enseñado las terribles heridas y las penosas secuelas que causan el fanatismo, la ambición de poder y el desprecio a la vida de los demás. Nada de eso cabe en la Europa con la que yo, modesto ciudadano, me identifico. Mi Europa es otra cosa. Es una casa edificada sobre lo bello y admirable que ha producido el continente. Es una casa que van haciendo día a día gentes de distintas procedencias. Pero sobre todo es una casa cuyas puertas deben permanecer abiertas para que puedan entrar en ella todos los que deseen vivir en paz y armonía con nosotros.