Image: Conspiración de silencio

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Primera palabra

Conspiración de silencio

(El páramo es el mismo aunque las chumberas hayan cambiado de aspecto)por álvaro del Amo

25 marzo, 2004 01:00

Álvaro del Amo

Un teatro que no establece con el público de su tiempo la imprescindible dialéctica difícilmente puede evolucionar. La literatura dramática necesita saltar a la escena e integrarse en la existencia cultural, o lo que es lo mismo, en la vida humana. Repetir una vez más estas verdades elementales produce una mezcla de congoja e indignación

Se sigue diciendo que no hay autores de teatro. O, lo que es lo mismo, que los extraños textos que algunos parece que escriben son irrepresentables. ¿Por qué ese empeño, de la sociedad en general y de los profesionales del teatro en particular, en negar la existencia de los autores dramáticos? Porque les aseguro que existen. Y seguro que tendrían muchas cosas que decir.

Hoy conviven varias generaciones de dramaturgos que continúan atravesando un desierto similar al transitado por sus colegas de antaño. El páramo es el mismo, aunque los lagartos y las chumberas, por decirlo así, hayan cambiado de aspecto. Salvo algún oasis aislado, como el que parece disfrutarse en Cataluña, el escritor de teatro, desde sus setenta primaveras o con sus veinte inviernos, sigue necesitando el terrible y simbólico "cajón" para guardar sus manuscritos, rodeado de una indiferencia tan amplia, tan desinformada, tan cruel y tan sorda que, bordeando el territorio de la paranoia, no es difícil pensar en una auténtica conspiración de silencio.

¿Por qué seguimos así? ¿Cómo explicar el extraño gueto en donde los autores dramáticos permanecen confinados? ¿Tiene sentido que resulte más factible -no fácil, pero sí más factible- publicar una novela o un libro de poesía, incluso realizar una película, que estrenar una comedia, un drama o una tragedia en buenas condiciones?

Un teatro que no establece con el público de su tiempo la imprescindible dialéctica, difícilmente puede evolucionar, equivocarse y corregirse. La literatura dramática necesita saltar a la escena e integrarse en la existencia cultural, o lo que es lo mismo, en la vida humana. Repetir una vez más estas verdades elementales produce una mezcla de congoja e indignación.

¿A qué se debe que aquí se haya perpetuado la sima entre el teatro que se escribe y el que se representa? Hay que reconocer que nadie se anima a tender un puente sobre el abismo. Algunos empeños valientes, como la Sala Olimpia, sede del extinto Centro Nacional de Nuevas Tendencias, es hoy un majestuoso solar vacío. Sin remontarnos a la noche de los tiempos, conviene repasar algunos factores que, desde el último tercio de siglo, han sumado sus fuerzas cerrando un círculo de silencio y oscuridad alrededor de los dramaturgos.

Durante el franquismo, el teatro concitaba una actitud de rebelión y de protesta; asistir a la función única de la obra a punto de ser prohibida valía tanto como acudir a una manifestación o a una reunión clandestina. Con la democracia, la pérdida de la inmediatez política del hecho teatral arrastró al hecho teatral mismo, que dejó de interesar. Los espectadores apasionados, convertidos en políticos, dieron la espalda al teatro y, lo que es peor, no se molestaron en despertar la afición en sus hijos. Salvo notorias y muy contadas excepciones, los profesionales del teatro han dado la espalda a los autores españoles conocidos eufemísticamente como "vivos". Los empresarios privados se surten sólo de unos pocos nombres de probada comercialidad, cuando no acuden a inverosímiles adaptaciones de películas norteamericanas.

Los directores más importantes, responsables a menudo de centros de producción públicos, rara vez se han dignado ocuparse del montaje de una obra española contemporánea; cuando han programado alguna solía presentarse sin escatimar medios materiales, pero sin librarse de un cierto aroma de función de segunda categoría.

Los críticos teatrales tampoco se han molestado, por regla general, en escudriñar lo que llegaba, cuando llegaba, de los dramaturgos "vivos"; un análisis riguroso hubiera contribuído a despertar un interés que difícilmente podía brotar del comentario fatigado y de la reticencia desconfiada.

Tanto el público como los autores mismos tienen también, naturalmente, su parte de responsabilidad. La pereza del primero no es difícil que choque con el estilo no siempre diáfano y comunicativo de los segundos. Aunque entre estos dos polos básicos el encuentro acabaría produciéndose si las circunstancias favorecieran un trato continuado.

¿Seguiremos siempre así? Los éxitos notorios que consiguen abrirse paso, ¿continuarán instalados en la zona privilegiada de la excepción? Urge romper el silencio. No será tarea de un día ni de un año, pero es preciso acabar de una vez con tan nefasta y enconada tradición; cuando las muchas voces valiosas de nuestros dramaturgos viejos y jóvenes resuenen sobre nuestros escenarios con la abundancia que merecen, comprobarán todos, conjurados y no conjurados, el absurdo y la injusticia de la conspiración.