Image: La comercialización de la novela

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Primera palabra

La comercialización de la novela

por Luis María Anson, de la Real Academia Española

28 septiembre, 2006 02:00

Luis María Anson

Inútil pensar que en la sociedad de libre mercado vertebradora de Occidente, la expresión literaria se puede regir sólo por la calidad. Si no hay negocio, está claro que ningún editor de relieve edita, ningún librero ocupa sus escaparates. Las reglas económicas son como son y, al margen de ediciones semiclandestinas, la novela, en concreto, pues otra cosa es poesía y ensayo, debe tener expectativas de incidencia en un público copioso para que se edite y distribuya. Negar esta realidad es perder el sentido del tiempo en que se vive, el tema al que Ortega y Gasset dedicó algunas de sus más penetrantes páginas. Las utopías quedan para los ilusos o los fundamentalistas.

Al servicio de esa idea de la comercialización de la novela se encuentra una buena parte de los premios literarios que sólo son sonajeros para llamar la atención. Los medios de comunicación amplifican así el impacto de la obra literaria y el gran público, unas veces para leer, otras para tener el libro del que se habla, acude a las librerías y compra. El circuito se cierra, el negocio editorial cristaliza y las famas se fraguan muchas veces, cierto es, al margen de la calidad literaria. En los desvanes de las editoriales se arrumban algunas veces novelas de calidad. Gabo García Márquez cuenta historias regocijantes sobre la falta de visión de no pocos editores.

Dicho todo esto, porque no decirlo sería instalar los pies fuera de la realidad, habrá que añadir inmediatamente que se está abusando de la comercialización de la novela, tratándose al lector como al niño que se chupa el dedo. El descaro con que actúan algunas editoriales resulta insultante. Las novelas fórmula, los clichés extraídos del ordenador, los ingredientes preconcebidos del best seller dan grima.

Por otra parte, la forma en que se otorgan ciertos premios literarios muy conocidos podría enmascararse un poco más. Aceptemos que los equipos de lectores de las editoriales espiguen, entre las obras presentadas, a aquellos escritores, aquellas novelas que puedan tener impacto de venta por el nombre del autor, por su argumento o su descarga literaria. Lo que no resulta estrictamente imprescindible es que el Jurado se limite a hacer el paripé con votaciones simuladas de un premio cuyo beneficiario está ya en la sala y sabe que subirá a la tribuna para recibir el galardón. En esta revista se ha anticipado muchas veces a quién le iba a tocar la lotería de premios de gran dotación otorgados en cenas multitudinarias.

Más importante que embridar el procedimiento de los galardones literarios, sería exigir un mínimo de calidad a las novelas seleccionadas por las editoriales para su publicación. Bien está asegurarse de que por el argumento, la expresión, la arquitectura literaria, el libro a editar salga a la calle con cierta seguridad de éxito. Pero no se puede poner la calidad literaria de hinojos ante las ventas. Parece razonable que se sacrifique un porcentaje de esas ventas a la dignidad de lo que se edita y distribuye.

Nos acercamos en la comercialización de la novela a máximos rechazables. Las obras literarias no son, no deberían ser, como zapatos o condones. Exigen un tratamiento razonable que anude las exigencias de la sociedad de mercado con la calidad literaria. Algunos editores, sobre todo de poesía, como Chus Visor, tienen conciencia clara de lo que significa la literatura en la sociedad y se esfuerzan por no golpear a la república de las letras como están haciendo, y con saña, tantos comerciantes a los que no preocupa otra cosa que las ventas, el dividendo y la plusvalía. Desde hace muchos años, en las páginas de El Cultural algunos críticos han alzado su voz en este sentido. No han sido escuchados. Por eso es necesario insistir, porque si hubiera que elegir entre la calidad y la comercialización, muchos nos inclinaríamos por la calidad. Pero no se trata de plantear situaciones de máximos propias de periódicos de preuniversitario o de tiburones empresariales. Se trata de armonizar la realidad literaria con la del mercado libre, lo cual, sin duda, es posible. Y ahí están Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges o Miguel Delibes para demostrarlo.

La gran farsa de ciertas editoriales no puede durar indefinidamente. Un día se desenmascarará el tinglado, caerán las caretas y aparecerán en vivo los carotas. No se puede jugar con los lectores y con los autores. Las cosas tienen un límite.

Zigzag

Suso de Toro tiene un entendimiento de España del que discrepo de fondo. Me puse a leer su novela Hombre sin nombre con prevención. Me equivoqué. Es una novela excelente, de arquitectura sólida y muy sugerente escritura. El novelista se ha metido en el pellejo de un falangista para exponer desde su personaje el horror de la ideología fascista, la violencia por la violencia, la atrocidad de la guerra y la posguerra con sus crueldades, sus paseos y sus intransigencias. Suso de Toro se recrea en la narración de pasajes de gran emoción, de alta tensión literaria, de profunda penetración psicológica. El resultado habría sido igual si el novelista se hubiera introducido en el alma de un comunista. Los extremos políticos se tocan. Junto a grandes aciertos, la novela tiene algunas endebleces. Como ha escrito Ricardo Senabre, el más prestigioso de los críticos españoles, "tanto el plan del hijo como la anagnórisis final resultan demasiado artificiosas". Pero el balance literario es positivo y en Hombre sin nombre hay que saludar una novela de calidad, en la que vale la pena adentrarse.