Image: Ulalume

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Primera palabra

Ulalume

por Luis María Anson, de la Real Academia Española

8 febrero, 2007 01:00

Luis María Anson

Bajo el cielo gris del entristecido otoño de Baltimore, cabe las lanzas de los cipreses erectos, junto al hechizo del lago Auber y las frondas del bosque Weir, mientras el viento ulula entre los árboles helados, Edgar Allan Poe camina al lado de Psique, su alma. "I roamed with muy Soul, of cypress, with Psyche, my Soul". La media luna de Astarté -"Astarté’s bediamonded crescent"- enciende su luz y el poeta la sigue deslumbrado hasta llegar a un sepulcro en cuya puerta fatigada está grabado un nombre: Ulalume. Poe reconoce la tumba y su entorno tétrico. Allí está enterrada la mujer que amó, Virginia, la niña de rubia inteligencia y ojos de almendra triste. "Tis the vault of thy lost Ulalume", dice Psyche. Este es el sepulcro de tu perdida Ulalume. Con versos todavía sin cicatrizar canta entonces el poeta la desolación profunda, la mística desesperación, la angustia fúnebre del valle de las lágrimas, de la vida fugaz a la que sólo es capaz de burlar con los vapores del alcohol y el azar del juego.

Sobre el verso erizante de Poe, Alfonso Sastre ha tenido el acierto de construir -Ionesco y Beckett al fondo- una obra teatral densa y profunda, potenciada por la sabiduría de Juan Carlos Pérez de la Fuente. El público siguió conmocionado, sin un rumor en la sala, la peripecia vital de un poeta, casado con su prima Virginia, una niña de catorce años que muere tuberculosa. En busca de resolver un nuevo amor, Edgar Allan Poe, aunque sepa los caminos, nunca llegará a Filadelfia como en el poema atroz de Federico. La dipsomanía le marca la ruta igual que a Li Taipe, que a Omar Kheyyam, que a Ben Quzmán, don de la ebriedad de mi inolvidado compañero Claudio Rodríguez. Sastre dibuja sobre la escena, con un sentido clásico del drama, en una escenografía de vanguardia, el coma etílico, el delírium trémens, con el que acaba la vida del poeta, tras la tentación del suicidio. Lo absurdo de vivir, la soledad altiva, la vaciedad de la existencia, la tragedia de no saber adónde vamos ni de dónde venimos, se derraman sobre la escena con interpretación desgarrada de Chete Lera, bien acompañado por una Zutoia Alarcia que se crece y por un poliédrico Camilo Rodríguez.

La poesía norteamericana del siglo XIX con Poe, con Whitman, con el estremecimiento de Emily Dickinson, alcanza cumbres difíciles de escalar. Poe deslumbró a Beaudelaire, que le tradujo entre flores del mal. Influyó en Mallarmé, Rimbaud y Verlaine y vertebró la obra de Rubén Darío. Byron le dominó en su juventud pero él está presente en Hoffman, en Kafka, en Cortázar, en Verne, en las esquinas rosadas de Borges, en Baroja y Nabokov, en Mann y Nietzsche. También en Dostoievsky y el Raskolnikov de Crimen y castigo.

Rachmáninov, Caplet, Debussy, Holbrooke compusieron música sobre los poemas de Poe, que alcanza hoy día el heavy metal y las vanguardias de los grupos que zarandean a la última juventud. La pintura de De Chirico, de Moore, de Manet, los dibujos de Doré, tiemblan al son de los versos del poeta maldito y su cuervo alado. El gran Neruda instala a Poe en una "matemática tiniebla". Muerto a los cuarenta años, las corrientes románticas de la época le arrollaron siempre. Fue mejor cuentista que poeta pero sus versos, sobre todo Ulalume, El Cuervo y Helena, tal vez Annabel Lee, son faros encendidos entre la niebla. La verdad es que iluminaron casi todos los nuevos caminos del siglo XIX. Leí en su día la espléndida traducción que para Hiperión hicieron María Condor y Gustavo Falaquera.

Gran acierto de Sastre y Pérez de la Fuente en esta explosión cultural que conmocionó el teatro Marsillach de San Sebastián de los Reyes. A pesar de tanto hedonismo y tanta frivolidad, por encima de la basura que inunda los estercoleros artísticos de la España emputecida de hoy, triunfa como un fulgor la cultura auténtica que se eleva con su grito -Ulalume, Ulalume, ¿dónde estás Ulalume?- para golpear el corazón del poeta, el pensamiento del espectador sobrecogido, el alma del pueblo sencillo y profundo, evadido "del limbo de las almas lunares", "this singfully scintillant planet, from the Hell of the planetary souls?", de este planeta, que centellea en pecado desde el infierno de las almas planetarias.

Zigzag

Carlos París es un intelectual serio, coherente y sagaz. Ejerce la liberalidad y reconoce el mérito allí donde lo encuentra, al margen de ideologías y sectarismos políticos. Es comunista pero, como a Pablo Neruda, le importa, antes que nada, el hombre. Ha conseguido el reconocimiento general en el mundo arisco de la filosofía. Su libro sobre Unamuno es definitivo en muchos aspectos y sobrecoge su inquietante Crítica de la civilización nuclear. Carlos París publica ahora un libro de memorias que he leído de un tirón. El filósofo se ha aproximado certeramente a lo que ha ocurrido en España, también en el mundo, en las últimas décadas hasta la Transición, pero también relata su peripecia personal e íntima, desde la infancia, con el relato estremecedor de la muerte de su compañera, Emy, en el incendio del hotel Corona de Aragón, en Zaragoza. Como en Orfeo negro, buscó a la mujer querida por los desolados corredores y los interminables pasillos hasta encontrarla asfixiada y muerta. Un gran libro, en fin, que solidifica a Carlos París en las estancias más exigentes de nuestra vida intelectual.