Image: Mailer, la fascinación por Hitler

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Primera palabra

Mailer, la fascinación por Hitler

por Luis María Anson, de la Real Academia Española

17 enero, 2008 01:00

Luis María Anson

Le entré a Mailer por la biografía de Marylin Monroe hace muchos años. Y no me gustó. Tampoco me empalmaba la Monroe, la verdad sea dicha. En aquella época, la que me gustaba de verdad era Mónica Vitti. No llegué a conocerla porque Luis Calvo, el inolvidado director de ABC, me envió tarde al Festival de Venecia. Una cabronada, que diría finamente mirándose los elegantes zapatos de rejilla mi amigo Alfonso Ussía. Bueno, el caso es que Mailer me pareció en su Marylin, torpe y vulgar, a cien codos de Miller. Sólo me interesó su afán, casi pueril, de provocación.

Así es que leí The Naked and the Dead. Espléndido estudio psicológico de la maldita Guerra Mundial. Me di cuenta entonces de que en Mailer había un escritor por encima del desafío adolescente. Cuando escribí mi libro de filosofía de la Historia La Negritud me adentré en The White Negro. Norman Mailer era antes que nada un periodista, entendido el periodismo no sólo como ciencia de la información, sino como género literario. Tom Wolfe lo explicó muy bien. El periodismo literario triunfaba en Estados Unidos sobre la decadencia de la novela. Norman Mailer lo innovaba todo. Era el paradigma, junto a Truman Capote, de la supremacía del periodismo. Un día me lo presentó Fuller, que presidía entonces la Associated Press, yo modestamente la Agencia Efe. Almorzábamos en el Club 21 de Nueva York y Norman Mailer jugaba a estrella sin que nadie, al menos en aquel ambiente, le hiciera caso. Se habló de Picasso, no sé bien por qué. Entonces me enteré de que a Mailer le zarandeaba a veces la violencia. A su segunda mujer -se casó seis veces-, Adela Morales, la apuñaló durante una fiesta.

Así es que me bajaron de internet El castillo en el bosque, su última novela, que he leído a ráfagas. Coño. A este judío impertinente que fue Norman Mailer le fascinaba Hitler. Así, rotundamente. No es que trate de provocar al lector al narrar la infancia del cafre, que también. Es que el personaje ejerce sobre él una atracción irresistible, la fascinación del abismo, tal vez, la fascinación del demonio. Pero fascinación, al fin y al cabo. Para la progresía de salón, hablar de Dios y del diablo es estúpido. Mailer desafía a su entorno intelectual y en El castillo en el bosque, tras ofender a los judíos, se cisca en el progresismo norteamericano tan pusilánime y estúpido. "Hitler violó las fronteras de la Ilustración -ha dicho Mailer-. No hay nada de la sabiduría de la Ilustración que te permita estudiar a Hitler. Supera a cualquier medida".

Tampoco desprecia Mailer a Heinrich Himmler. Le gustaba lo que el nazi decía de que la Humanidad disfrutaría de un futuro saludable en cuanto el paganismo se apoderase del mundo. Desde la libertad, Albert Camus afirmaba lo mismo. No se sentía un anticristiano, sino un pagano. "Cuando la Iglesia católica decidió que era imposible evitar el adulterio, hizo imposible obtener el divorcio", escribió Engels con evidente exageración. Ni Camus ni Gide entraban en esas sutilezas. Norman Mailer tampoco. Se apartó a lo Fray Luis del mundanal ruido de Nueva York para no perder el tiempo debatiendo sobre el sexo de los ángeles. Pero volvamos a su fascinación desconocida. "Es imposible no sentirse identificado en algún punto con el protagonista de mi novela", declaró Mailer antes de morir, hace unos meses. El protagonista de su novela es el niño Hitler.

¿Provocación o fascinación? La impresión que yo he sacado de El castillo en el bosque es que hay más de lo segundo que de lo primero. "La fascinación por Hitler no ha terminado en Alemania", decía hace poco Gönter Grass, cuando le acosaban por pasajes olvidados de su primera juventud. Es tal el horror que me producen los grupos neonazis que, en mi opinión, hay que tomarse en serio el reverdecimiento hitleriano. El ave Fénix se empina sobre las cruces gamadas y la literatura se adelanta siempre a la Historia. La causa de la libertad, que es la de la cultura, tiene que luchar para que no se engendren nuevos lodos en la Europa desconcertada y atónita en la que nos ha tocado vivir.

Zigzag

Es un abrazo imposible que se fuga, una cacería de ilusiones, la savia anestesiada que calcina, los besos dorados del silencio. Ignacio Elguero se enfrenta en Materia, a través del amor, con la incógnita del hombre, con la nada incomprensible, los eslabones de la cadena exangöe, el no saber adónde vamos ni de dónde venimos. Con fondo de Aleixandre y Octavio Paz, con la sencillez de Juan Ramón, el poeta desgrana sus versos metafísicos desde el alba hasta la despedida porque el aire secuestrado es lo que queda, la nada palpable sin fe, sin dudas, sin axiomas. Todo el libro de Ignacio Elguero se centra en responder a esta pregunta: ¿Qué es el hombre?, como si se tratara de una verdad definitiva, de un absoluto, sembrados los poemas de dudas y carencias. Es el desvanecimiento de la palabra yacente, la descarga de la materia inabarcable, el dios fluvial de la sangre en los versos de Rilke, la eternidad perecedera del engaño cotidiano, el silencio más insoportable que el olvido.