Image: De nuevo el doctor Jivago

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Primera palabra

De nuevo el doctor Jivago

Luis María Anson, de la Real Academia Española

27 marzo, 2008 01:00

Luis María Anson, de la Real Academia Española.

Una muralla de libros interesantes flanquea el costado de mi mesa de trabajo. El pasado fin de semana empecé a hojear una edición de bolsillo de Doctor Jivago (Zhivago en la romanización anglosajona de los caracteres cirílicos), preparada para lectores jóvenes. Leí la novela en la Navidad de 1958. Y escribí sobre ella en el gran "ABC" de Luis Calvo. Cincuenta años después he caído, casi sin darme cuenta, en una larga relectura admirada. Recuerdo perfectamente el impacto de la obra de Pasternak en la juventud intelectual de entonces. Apenas se podía denunciar por aquella época el totalitarismo comunista sin recibir la calificación fulminante de fascista. He contado alguna vez que, meses antes a la publicación de la novela en Europa occidental, había acudido yo a un Festival de la Juventud en Moscú. Me llevaron desde París en un viaje terrible. A aquel jovencísimo Anson le traía sin cuidado el Festival y lo que quería era conocer al poeta Pasternak, el discípulo de Rilke. Me condujo hasta Peredélkino un compañero argentino. Nos abrió la puerta de la dacha una mujer ya vieja, de ojos que nunca olvidaré. "Boris -nos dijo- está hoy en Moscú". Poco después ganaba el Premio Nobel y yo perdí una exclusiva periodística que todavía me escuece.

Yuri Andreievitch Jivago, es decir, Boris Pasternak, tenía un concepto un poco vulgar de la ciencia política: "Desprecio la política. No me gustan los hombres que no aman la verdad". Para él la búsqueda de la verdad es el centro neurálgico de toda la vida intelectual. En una ocasión en la que alguien intentó coaccionarle, manifiestó que no estaba dispuesto a mentir "ni aunque usted me haga tiras". Por eso, los juicios de Jivago sobre la revolución marxista, que él vive de cerca, no han perdido interés releídos en 2008. Al principio, "tras el golpe teatral de febrero de 1917", según la calificación de Pasternak, el doctor Jivago no oculta su "fidelidad a la revolución y el entusiasmo que le inspira". Refiriéndose al triunfo bolchevique, no vacila en afirmar: "¡Qué magistral operación quirúrgica! Echar mano del bisturí y sajar tan maravillosamente todos los viejos abscesos".

Su entusiasmo es entonces sincero, y cuando un personaje de la obra le expone con agudeza que los obreros y campesinos "de las garras del antiguo Estado derrotado han venido a caer bajo el poder incomparablemente más estricto del superestado revolucionario", Yuri Jivago no hace caso. Su socialismo no es, desde luego, como el que Chernichevsky resumía, cínicamente, con esta frase: "Mi ropa, tu ropa; mi pipa, tu pipa; mi mujer, tu mujer". Pero hasta la guerra civil no se abren a la verdad los ojos del doctor. "El marxismo -dice entonces- es demasiado poco dueño de sí mismo para ser una ciencia". Lara Fiodorovna, su gran amor apasionado, advierte el cambio casi radical de su pensamiento: "Antes no juzgabas con tanta aspereza la revolución". Luego, refiriéndose a los comunistas, agrega un juicio exactísimo que Jivago comparte: "No son hombres, son piedras".

Sin embargo, su condena no cae sobre toda la revolución. él, que es hijo de un millonario siberiano que se suicidó, permanece callado cuando Strelnikov, hombre inteligente y honrado, le explica por qué se ha puesto al lado del marxismo. No porque pensara que con ese sistema se iba a vivir mejor que con el régimen zarista, sino, sencillamente, por deseo de revancha, por vengarse de aquellos mimados de la fortuna, de aquellos señoritos parásitos que despreciaban a los trabajadores porque "ya no fuese posible volver al pasado, para que ya no existiesen calles como la Iverskaia y la Iamskaia", los paseo de moda en Moscú.

Pero es el caso que, a pesar del amor que siente por su familia, Yuri Jivago no puede resistir la atracción que sobre él ejerce la belleza de Lara Fiodorovna. Como no cree en el amor libre, del que hablan los comunistas, se siente agotado por el peso de la conciencia inquieta. Aquí es cuando la gran novela de Pasternak gana en intensidad y en desgarradora emoción. Yuri Jivago, al terminar la guerra civil, regresa de sus prisiones de Siberia. Su esposa, la dulcísima Tonia, que parece una pintura de Boticelli, está ausente. El doctor enferma. Lara le cuida con su gracia de cisne blanco, con el murmullo tierno y cálido de sus palabras.

Cuando las circunstancias les separan, el alma de Yuri Jivago se llena hasta los bordes de una melancolía densa que le ahoga. El doctor no espera ya nada de la vida y se abandona por completo. Pero su nihilismo, como en Dostoiewski, es aparente. En cambio, no es tan auténtica su afirmación de la persona humana y, sobre todo, de Dios. En Crimen y castigo, Raskolnikof se salva por el camino de la expiación, al que le conduce Sonia, la "mártir voluntaria de puro amor". En la obra de Pasternak, Larisa Fiodorovna encuentra a Yuri Jivago, a las pocas horas de su muerte, y, abrazada a su cuerpo, se despide de él con estas bellísimas palabras: "Adiós, mi gran amor; adiós, mi orgullo; adiós, mi triste, pequeño y profundo río, ¡cuánto amaba tu incesante rumor, cuánto amaba arrojarme sobre tus tibias ondas!". Al comienzo de su amor, Pasternak le dijo a Olga Ivinskaya: "Tú y yo somos como dos seres primitivos, Adan y Eva, que están en el principio de los tiempos y no tienen nada que ocultarse". l