Image: Pintor de espejos azules

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Primera palabra

Pintor de espejos azules

Por Luis María Anson, de la Real Academia Española

1 mayo, 2009 02:00

Luis María Anson.

Cenábamos en casa. Manolo Rivera le pidió con timidez a Rafael Alberti si podía escribirle la presentación de su nueva exposición. El poeta amablemente le dijo que no, que andaba agobiado de trabajo. Luego a escondidas me pidió un papel grande y un rotulador. Se fue a mi mesa de trabajo y escribió a grandes trazos con su letra de caligrafía china: "Pintor de espejos azules, sonando siempre en Granada, en los jardines tranquilos, sobre el agua. Va el agua diciendo un nombre, Manuel Rivera se llama". Me acuerdo que publiqué a su tamaño, en una doble página de ABC, las palabras del poeta.

"La mano del viento realiza finos trabajos de orfebre en el río, ondulado en mil arrugas", se lee en uno de los poemas arábigo-andaluces, tan lúcidamente traducidos por Emilio García Gómez. La fina malla de las armaduras de los guerreros medievales fue comparada cien veces con el discurrir inquieto del agua. Es una metáfora común en poetas, novelistas y dramaturgos y no sólo españoles. He dicho en alguna ocasión que cuando Manuel Rivera quiso pintar el agua, abandonó la pintura figurativa en la que era un maestro y buceó, tras el centelleo de su nueva paleta abstracta, en una técnica que le llevó en poco tiempo a los principales museos del mundo, desde el Guggenheim de Nueva York a la Tate de Londres. Encontró Rivera en la literatura medieval los espejos para retratar la piel del agua. Y empezó a pintar con alambre. Los finos trabajos de orfebre en el río, la malla de los caballeros medievales, se hicieron pensamiento profundo en la pintura de Rivera, agua agarrada a las crines del viento, oquedad del color en la luz acerada. Pintura deshabitada, fugaces pájaros abrumados, alma encendida en el temor y el temblor del alambre.

He tenido la suerte de conocer a Picasso, a Miró, a Dalí, a Chillida… Siempre recuerdo a Manuel Rivera y a su mujer Mary que a su lado parecía un sueño de amor y melancolía. Alberti, que era también excelente pintor, que conocía la pintura a fondo, sentía admiración especialísima por Manolo Rivera. Incluso aceptó ingresar en la Academia de Bellas Artes para complacerle y disfrutó intensamente porque le encantó la Reina, que presidió el acto. Rivera se reveló en el grupo "El Paso". El 30 de abril de 1958 , en un artículo en ABC titulado "Arte abstracto", descubrí para muchos lectores el grupo artístico recién nacido. Su exposición en la galería Buchholz abrió los labios nuevos de la pintura española.

He disfrutado mucho en las largas veladas con Rafael y Manolo recitando versos hasta la madrugada, a veces con Aitana Sánchez Gijón, a veces con María Asunción, siempre con Mary. Por eso me ha emocionado la presencia del pintor en el Reina Sofía. Alfonso de la Torre, bien respaldado por la Fundación de Lalo Azcona, ha trabajado a fondo y con acierto en un catálogo razonado de la obra de Rivera. Un millar de cuadros desfilan por las setecientas páginas del libro que se presentó en el Museo. Alfonso de la Torre ha hecho justicia a Manuel Rivera. Es un pintor inmenso. Sus cuadros, cada día más altamente cotizados, se han puesto al alance de las nuevas generaciones. El pintor conocía su oficio a fondo. Además era un gran artista. En el Jurado del premio BMW paseaba con él viendo los cuadros y de pronto decía: "Este pintor no conoce el oficio". Y le descalificaba. Rivera era lo contrario a la frivolidad, al aspaviento, a la camelancia.

Ahora ha vuelto con sus espejos azules sobre el agua, con su trabajo gigante atrapado en un libro y yo quiero dejar constancia de mi admiración por aquel gran artista que era además, en el sentido machadiano de la palabra, un hombre bueno. l

Zigzag

Me ha sorprendido la calidad y la construcción de la nueva novela de Leticia Dotras, Océanos de una orilla. El lector se sumerge en la Galicia de la inmigración, en la Cuba precastrista, en la revolución de 1959 en La Habana y en el estremecimiento de la vida y la muerte de unos personajes, sobre todo Luz, Clara, Doña Soledad, que se enlazan para discurrir por el río incesante de la existencia. Desde Soños de Carme, la novelista ha recorrido un camino erizado pero certero en el mundo agrio de la República de las Letras.