Luis María Anson

Ella, Cecilia, era la infancia ahogada en los lagos de agua oscura, el cangilón lejano. Tenía encendida la piel y el desamor sembrado en el alma. La luz se asomaba al ocaso de sus muslos azules y la nieve se le hacía estruendo en el pecho altivo. Oros encarnados fatigaban sus labios. Le dolía la piel y el tacto tembloroso de la sangre. En la oquedad del ocaso vibraba bajo las campanas enlunadas y la desolación de los lienzos derrotados. El sol, escribió el poeta, parecía sombra oscura ante sus ojos.



Ella, Cecilia Gallerani, era una mujer inteligente y docta que destacaba en la expresión literaria y musical. En Milán se la comparaba con Asiotea o con Aspasia de Mileto. Se convirtió en la amante ácida de Ludovico el Moro. El obligado lecho renacentista triunfaba en toda Italia. Agonizaba el silgo XV y alentaba para asombro del mundo el mayor genio, tal vez, que ha producido la historia de la Humanidad. Hijo natural, acusado sin pruebas de homosexualidad, Leonardo da Vinci lo estudió todo, lo escudriñó todo, lo intentó todo, lo anticipó todo, se convirtió en el gran maestro de las artes y las ciencias. Su vida y su obra causan estupefacción. Ayudado siempre por su fiel Salai, su capacidad para la creación fue hercúlea. Luis Racionero ha estudiado, quizá mejor que nadie, la significación profunda del misterio Leonardo.



El primer artículo que publiqué yo a los doce años en la revista del Colegio del Pilar fue sobre el genio de Vinci. Desde entonces, he seguido sus huellas fugitivas por medio centenar de libros y por muy varias ciudades. Por eso me ha albriciado que uno de sus cuadros definitivos esté en España. Cecilia Gallerani nos ha traído al Palacio Real la hoguera de sus ojos encendidos. Un milagro cultural. Quizás, por primera vez, un Leonardo da Vinci en Madrid. Sin duda los buenos oficios del Rey y de la ministra de Cultura han contribuido al éxito. Pero la hazaña se debe al trabajo tenaz y discreto, a la gestión eficacísima de Nicolás Martínez-Fresno, el presidente del Patrimonio del Estado, que está haciendo una labor extraordinaria en un puesto de especial complicación.



Cecilia Gallerani, la dama del armiño, triunfa en Madrid, como estrella de una extraordinaria exposición de los tesoros y colecciones que se custodian en Polonia. Hay un Rembrandt excepcional, cetros de plata dorada, monedas de oro de cien ducados, armaduras de acero y bronce, retratos históricos, casullas repujadas, tapices de Bruselas, soberbia orfebrería y docenas de piezas sobresalientes. Para muchos, La dama del armiño en el Palacio Real significa el acontecimiento cultural madrileño de este año. A mí me espantan las comparaciones. Pero el viaje de la amante de Ludovico el Moro, cinco siglos después, a la vieja Hispania de las nostalgias milenarias descarga la Historia para reflexión, sobre todo, de las nuevas generaciones que se adensan en las plazas de España en busca de esa sociedad mejor que anticipó el genio de Leonardo. En La dama del armiño habla ciertamente el silencio de Dios.

ZIGZAG

Sigo a Almudena Guzmán desde que empezó. Me han gustado todos sus libros. En mayor o menor proporción, claro. Talento y calidad literaria, Zonas comunes contiene algunos poemas de gran aliento lírico. A ritmo de los haikus japoneses, Almudena vuelca el desamor pero no la desmemoria en sus versos. Con un humor desdeñoso y distante, la poeta destila el aburrimiento que le produce la vida. Se aburre en el harén, se aburre en el castillo, se aburre en el palacio real y se aburre en el adosado. No se deslumbra Almudena Guzmán por los espejismos de la vida. Asegura, mordaz, que siempre se ha fiado más de Kafka que de Einstein. Siente en el cuerpo el frio de las catedrales y se ha convertido en Jane Eyre, encerrada en el cuarto rojo.