Luis María Anson
El diablo cojuelo de Vélez de Guevara es hoy una computadora que levanta los tejados de nuestras casas y se entera de todo. Se acabaron los sigilos, las cautelas, las máscaras. En Berkeley, por ejemplo, Google dispone de una biblioteca de cintas en la que se almacena el saber de la historia de la Humanidad y los secretos de todos nosotros. La pirueta de Wikileaks no es una casualidad. Todas nuestras conversaciones telefónicas, todos nuestros SMS, todos nuestros contactos digitales quedan almacenados para conocimiento del que sepa buscarlos. Las palabras se las lleva el viento. Las que se dicen a través del teléfono móvil, de la tableta o del ordenador permanecen. El Gran Hermano se ha convertido en alarmante realidad. La aldea global de McLuhan parecía una utopía a mediados del siglo pasado. Hoy se ha superado con creces y se ha convertido en un patio de vecindad. Todo es instantáneo en los cinco continentes, las noticias, los periódicos, las conversaciones, las opiniones. El mundo se ha transformado y en las gigantescas habitaciones mediáticas en las que todos vivimos las paredes oyen. Los servidores electrónicos extienden sus tentáculos sin barreras y dominan nuestra intimidad. A veces, además, la alteran y manipulan. Mario Vargas Llosa, tras elogiar la dimensión cultural de las nuevas técnicas, escribía ácidamente sobre su capacidad para deformar a las personas y triturar la imagen pública de cada uno. Internet es un milagro pero el derecho internacional deberá buscar fórmulas para embridarlo. Hay que aferrarse a las humanidades. Lo que la civilización grecolatina consagró como derechos humanos no puede resultar devastado por las nuevas tecnologías.
Los servidores digitales acumulan los datos personales de cada uno de nosotros. Los exigen las dictaduras, los reclaman los gobiernos democráticos, los solicitan los jueces. Se venden en ocasiones a las empresas. ¿Adónde, adónde vamos a llegar? El deseo bíblico frustrado del hombre de ser como Dios se está acariciando con los dedos digitales. La revolución informática permite estar presente en todos los sitios. El nuevo mundo sin privacidad, sin intimidad, sin respeto a la identidad está multiplicando la zozobra de vivir y el malestar de los que sufren sus consecuencias. No le falta razón a Mario Vargas Llosa. O se establecen por ley las cautelas imprescindibles o retornaremos a la selva, en este caso, a la selva informática que, sin control, zarandeará al hombre en su intimidad y sus derechos. Ha llegado el momento de que los legisladores se enfrenten con la nueva realidad del mundo y elaboren leyes nacionales e internacionales que permitan controlar los excesos de la informática.